Su mirada se dirigió hacia la puerta. Me apretó la mano, con los dedos helados.
"Escuché a la abuela al teléfono. Dijo que todo se 'manejaría' hoy. Dijo que ya no serías un problema".
El corazón me dio un vuelco.
La madre de Mark, Linda Reynolds, nunca ocultó su antipatía por mí. Me culpaba de que Mark dejara su lucrativo trabajo corporativo para emprender un pequeño negocio. Le molestaba que yo ya tuviera un hijo de un matrimonio anterior. Y había dejado dolorosamente claro sus sentimientos sobre este bebé: no quería que otro nieto atara a Mark a mí para siempre.
Aun así... esto era un hospital. Cámaras. Personal. Normas.
"Emily", susurré, forzando la calma, "los adultos a veces dicen cosas raras".
"Estaba hablando con un médico", dijo Emily, con lágrimas en los ojos. "El del reloj de plata. Dijo que firmaste papeles. Pero no lo hiciste. Sé que no lo hiciste". Un escalofrío me recorrió la espalda.
Esa mañana temprano, en pleno parto, alguien me había puesto unos papeles delante mientras las contracciones me desgarraban el cuerpo. Recordé estar apenas consciente, Mark y Linda de pie cerca, con el bolígrafo resbalándose de mi mano.
Se oyeron pasos por el pasillo. Un carrito se acercó. Se oyeron voces.
Emily se dejó caer al suelo y levantó la falda de la cama
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