La sala de maternidad estaba llena de ruido: cinco pequeñas voces lloraban al mismo tiempo. La joven madre, exhausta, sonrió entre lágrimas mientras miraba a sus quintillizos. Eran pequeños, frágiles, pero perfectos.
Su pareja se inclinó sobre la cuna y, en lugar de alegría, el horror se dibujó en su rostro.

— Ellos… son negros —susurró, con un tono cargado de sospecha.
La madre parpadeó confundida.
— Son nuestros. Son tus hijos.
Pero él negó con violencia.
— ¡No! ¡Me traicionaste!