“Finge ser mi nieta… tu marido se arrepentirá”, me susurró la anciana ciega. Y UNA HORA DESPUÉS, LO QUE OCURRIÓ CAMBIÓ TODA MI VIDA…

 

Y en el centro, yo misma, 30 años más joven, sirviendo la cena a Arturo, pude escuchar su voz cortante, exacta, otra vez sopa. ¿No te cansas de ser inútil? Me cubrí la boca. Era un recuerdo, un recuerdo que el espejo me estaba devolviendo. Arturo se levantó, tiró el plato al suelo. Yo, mi yo más joven, me agaché a recoger los pedazos sin responder y vi cómo se me escapaban las lágrimas. Era como mirar mi propia humillación desde fuera, pero sin poder intervenir.

Entonces, detrás de mí, la voz de doña Emilia quebró el silencio. Te advertí que no lo destaparas. Me giré. Estaba allí de pie, sin bastón, sin miedo, su cabello suelto como una sombra plateada. ¿Qué es esto?, pregunté casi sin aire. Es la verdad, dijo ella con calma. El espejo no muestra lo que somos, sino lo que olvidamos mirar. Me acerqué a ella temblando. ¿Por qué me muestra eso? Porque sigues aferrada a un pasado que te rompió, respondió Emilia.

Y mientras lo hagas, seguirás siendo prisionera. ¿Y usted? Pregunté. ¿También lo usó? Ella sonrió con tristeza hace mucho tiempo y lo que vi quitó el miedo, pero también me robó el sueño. Su tono me heló la sangre, se acercó al espejo, extendió una mano y lo tocó con suavidad. Míralo otra vez”, dijo. Obedecí. Esta vez el reflejo cambió. Ya no era mi casa, sino la de Emilia. Ella, mucho más joven, lloraba en el mismo salón frente a un hombre que la insultaba.

El rostro del hombre se desdibujaba, pero su voz sonaba con el mismo desprecio que la de Arturo. “Eres un estorbo, Emilia. Ni siquiera sabes amar. ” Ella se derrumbaba sola, con su ceguera recién adquirida. Y en ese momento entendí, no era un espejo cualquiera, era un testigo, un portal entre dos vidas que compartían el mismo dolor. ¿Por qué me enseña esto?, murmuré entre lágrimas. Porque tú y yo somos la misma historia contada dos veces, respondió Emilia. Tú viniste a cerrar un ciclo que yo no pude terminar.

Sus palabras me dejaron sin aire. El espejo brilló con más fuerza. En su superficie comenzaron a aparecer imágenes de mujeres, una joven con un bebé en brazos, otra con un ojo amoratado, otra mirando al suelo mientras un hombre gritaba. Y entre todas ellas una figura me llamó la atención. Era una mujer con el cabello recogido y un vestido azul. Tenía mis rasgos, pero no era yo. ¿Quién es?, pregunté. Tu madre, dijo Emilia con un suspiro. Y también la mía.

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Me giré hacia ella, confundida. ¿Qué está diciendo? que la sangre y el destino tienen memoria”, dijo en voz baja, y a veces el dolor se hereda igual que los ojos o la voz. Me alejé del espejo, asustada. El reflejo volvió a ser solo mi rostro, pero mi expresión ya no era la misma. Había algo nuevo en mí, una mezcla de fuerza y de miedo, de claridad y de vértigo. La anciana se acercó y me tomó la mano.

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