Lista para qué? Para ver la verdad sin romperse, su respuesta me dejó helada. No insistí. Pero mientras subía las escaleras, sentí algo extraño, una mezcla de temor y curiosidad, como si aquel espejo oculto bajo su velo me esperara. Esa noche, mientras la lluvia regresaba con fuerza, escuché un sonido proveniente del pasillo. Era un susurro. Mi nombre, Claudia. Me levanté, abrí la puerta y vi la sombra de doña Emilia caminando hacia el salón principal. Llevaba una vela encendida.
La seguí. Ella se detuvo frente al espejo cubierto, acarició la tela y dijo en voz baja, “Aún no.” Luego se volvió hacia mí, aunque no podía verme, y murmuró, “Mañana entenderás. ” Volví a mi habitación con el corazón latiendo, desbocado. No sabía si aquella mujer era un ángel, una loca o simplemente alguien que había visto demasiado. Pero algo dentro de mí, una intuición vieja, casi ancestral, me decía que esa anciana ciega había aparecido por una razón y que lo que estaba a punto de descubrir en esa casa iba a cambiarlo todo.
No pude dormir aquella noche. La lluvia golpeaba las ventanas con un ritmo irregular, como si alguien tocara suavemente, esperando que le abrieran. En el pasillo, el reloj de pie marcaba las horas con un eco grave. Y aunque intenté ignorarlo, no podía dejar de pensar en el espejo cubierto del salón. Ese espejo parecía tener vida propia. Desde mi cama podía ver como la luz de la chimenea danzaba bajo la puerta. Me levanté. El suelo de madera crujió bajo mis pies descalzos.
Bajé despacio, sin encender las luces, siguiendo el resplandor tenue del fuego. El silencio era tan denso que podía oír el latido de mi propio corazón. El salón estaba igual que antes, solo que más oscuro. La tela blanca seguía cubriendo el espejo, pero algo en ella se movía levemente, como si respirara. Me quedé paralizada. La lógica me pedía regresar a la habitación, pero algo más profundo, una mezcla de curiosidad y de presentimiento me impulsó a acercarme. Toqué la tela, era fría, casi húmeda.
Por un instante sentí que algo vibraba detrás, como si hubiera un pulso escondido dentro del cristal. Entonces escuché mi nombre bajo, casi imperceptible. Claudia, retrocedí. No había duda, esa voz era la mía. Mi voz, pero con otro tono, más joven, más dulce, más ingenua. Volví a mirar la tela. Mis manos temblaban. Sin pensar la retiré. El espejo reflejaba la habitación y algo más. No era mi reflejo lo que vi, sino una imagen borrosa, antigua, un comedor modesto, una mesa con flores marchitas.
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