El fuego crepitaba en la chimenea. El sonido era hipnótico. “No puedo quedarme mucho tiempo”, dije intentando recuperar algo de control. Solo necesito descansar, interrumpió ella. “y recordar quién eres. Porque lo has olvidado, ¿verdad?” No supe qué contestar. Solo miré el fuego. Durante años había olvidado muchas cosas. Lo que me gustaba, lo que soñaba, quién era antes de convertirme en la sombra de Arturo. Esa mujer lo sabía, o peor aún, parecía haber vivido lo mismo. Después del té, Gustavo me mostró la habitación de invitados.
Las cortinas eran de lino blanco y en la mesita de noche había un reloj antiguo que marcaba las 10:10. El tic tac llenaba el silencio como un corazón que no se resigna a morir. Antes de dormir escuché pasos lentos en el pasillo. Era ella, doña Emilia. Su silueta se detuvo frente a mi puerta. No entró. Solo dijo, “No temas a la oscuridad, Claudia. A veces es el único lugar donde uno vuelve a encontrarse. Desperté al amanecer. Por primera vez en mucho tiempo había dormido profundamente.
Las sábanas olían a la banda. A través de la ventana, el jardín parecía un cuadro, árboles altos, rosales en flor y una fuente en el centro donde los gorriones se bañaban sin miedo. Al bajar la encontré en el comedor vestida de gris perla con un collar de perlas antiguas. A su lado un diario doblado con una cinta roja. Te ves mejor, dijo sin mirarme. El té hizo su trabajo. Gracias, pero debo irme, dije. No quiero causarle molestias.
Ella sonrió. Serena. ¿Y a dónde irías, Claudia? No lo sé. Entonces, no puedes irte todavía. Nadie puede huir sin rumbo. Gustavo apareció, dejó el desayuno y salió sin decir palabra. Doña Emilia tomó su taza con elegancia y preguntó, “¿Cuánto tiempo llevas casada?” “4 años. ” “¿Y de esos 41, ¿cuántos fuiste feliz?” Tardé en responder. “Quizás los primeros 10. Entonces, ya viviste más de la mitad de tu vida fingiendo que seguías siéndolo,”, concluyó ella. Eso, querida, es más mortal que la soledad.
Guardé silencio. Sus palabras me dolían, pero no podía contradecirlas. Después del desayuno, me invitó a caminar por el jardín. El sol se filtraba entre las ramas y las flores desprendían un aroma embriagador. Aunque ella no veía, caminaba con paso firme, como si los árboles y los caminos le hablaran al oído. ¿Sabe? Dije, sin poder contenerme. Usted no parece necesitar a nadie. Ella rió suavemente. Claro que necesito. Todos necesitamos. Pero aprendí algo. Una cosa es necesitar compañía y otra muy distinta es necesitar permiso para existir.
Nos detuvimos frente a la fuente. Las gotas caían como un metrónomo. Los hombres como tu esposo dijo con voz baja. Creen que nos poseen, pero solo son dueños de su propio miedo. Miedo sí. Miedo a la mujer que deja de temerles. De regreso a la casa me detuve frente a un gran espejo enmarcado en oro. Estaba cubierto por una tela blanca. ¿Por qué lo tiene tapado?, pregunté. Ella sonrió apenas. Porque hay cosas que solo deben mirarse cuando una está lista.
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