El coche se detuvo frente a una puerta de madera inmensa. Gustavo bajó y abrió el paraguas. La lluvia golpeaba con fuerza el suelo. Mientras bajaba del coche, sentí que cruzaba una frontera invisible. La puerta se abrió lentamente y una ráfaga de aire cálido y aroma a jazmín me envolvió. No lo sabía entonces. Pero esa noche no solo estaba entrando en la casa de una extraña, estaba entrando en la historia que cambiaría mi vida para siempre. No supe cuánto tiempo estuve en silencio después de bajar de aquel coche.
El aire olía a tierra mojada y a ja. La mansión frente a mí parecía sacada de otra época. Ventanas altas, cortinas de encaje, faroles de hierro que aún parpadeaban bajo la lluvia. Aún así, lo que más me estremeció no fue el tamaño del lugar, sino su quietud, una calma tan densa que parecía observarme. “Gustavo, el chóer, me ofreció el paraguas. Por aquí, señora”, dijo con voz amable, pero firme. La anciana avanzó lentamente con su bastón, sin dudar ni un solo paso, como si conociera cada baldosa de memoria.
Yo la seguí empapada, confundida, preguntándome qué hacía allí, qué pretendía aquella mujer ciega que había irrumpido en mi noche más triste con tanta seguridad. Al cruzar el umbral, un calor suave me envolvió. El interior era un museo viviente, retratos antiguos, relojes detenidos, una lámpara de araña con lágrimas de cristal. En el aire flotaba una música lejana, apenas perceptible, como si alguien hubiera dejado un viejo gramófono encendido en otra habitación. “Siéntate, querida”, dijo la anciana señalando un sillón tapizado en terciopelo azul.
“Gustavo, prepárate y fuego en la chimenea.” El hombre desapareció sin decir palabra. Yo obedecí. El sillón era blando, tibio. Mis manos temblaban sobre las rodillas. Ella se acomodó frente a mí. y con una calma casi teatral me dijo, “Ahora puedes contarme qué pasó. No sabía por dónde empezar. Fue una pelea”, murmuré. No la primera, pero sí la última. ¿Y te dejó ahí?, preguntó sin sorpresa. “Sí, en la parada de autobús, sin dinero. Asentí.” Ella inclinó la cabeza como quien confirma algo que ya sabía.
“Lo imaginé. Se le notaba en la forma en que te miraba. ¿Lo vio?”, pregunté olvidando por un segundo su ceguera. Ella sonrió y su sonrisa me inquietó. No necesito ojos para ver, Claudia. Mi nombre otra vez me recorrió un escalofrío. No entiendo cómo sabe quién soy. Digamos que el destino me avisó de tu llegada, respondió sirviéndose té con una precisión imposible para alguien sin vista. Y yo siempre escucho al destino. Gustavo regresó con una bandeja, tazas de porcelana, galletas con forma de corazón.
⬇️Para obtener más información, continúa en la página siguiente⬇️
Aby zobaczyć pełną instrukcję gotowania, przejdź na następną stronę lub kliknij przycisk Otwórz (>) i nie zapomnij PODZIELIĆ SIĘ nią ze znajomymi na Facebooku.
