Leí la carta dos veces, tres veces. No sabía si sentir alivio o vértigo. El espejo. Otra vez el espejo. Gustavo entró en ese momento. Sus ojos rojos delataban una noche de llanto contenido. “Lo siento tanto, señora”, dijo con voz quebrada. Ella me pidió que no avisara a nadie más. Quería que todo fuera tranquilo. Asentí. Lo sé. Así era ella, firme hasta el final. Sobre la mesa colocó un sobre blanco. “El notario vendrá mañana, pero me pidió que le entregara esto hoy mismo.” ¿Qué es?
Una carta de parte de doña Emilia también para usted. El sobre estaba cerrado con un sello de cera. Lo abrí. Dentro había una nota breve escrita con la misma caligrafía elegante. Gustavo sabe más de lo que aparenta. Confía en él. No todo lo que ves aquí fue mío. Parte de esta historia también le pertenece. Lo miré confundida. Él bajó la vista nervioso. La señora dijo con voz baja. Me hizo prometer que no hablaría hasta que usted leyera esa carta.
Ya la leí. Entonces debo contarle la verdad. Bajamos juntos al sótano. Era un lugar que nunca antes había visto, amplio, con estantes llenos de cajas, cuadros cubiertos por sábanas, muebles antiguos. En una esquina, detrás del espejo que había sido trasladado allí la noche anterior, había un pequeño cofre. Usé la llave dorada. El click del cerrojo sonó como un latido. Dentro había documentos, fotografías en blanco y negro y un cuaderno encuadernado en cuero. Lo abrí. En la primera página, una fecha, 1954, y una frase escrita con tinta azul para mi hermana Ana.
Si algún día lees esto, perdóname por no haber regresado. Ana, mi madre. Sentí que el suelo se movía bajo mis pies. Emilia era hermana de mi madre. Pregunté. Gustavo asintió. Sí. ¿Por qué nunca lo supe? Porque su familia la borró. Su padre hizo una pausa. No aprobaba al hombre con quien ella se casó. fue desheredada. Se marchó sin mirar atrás. Me apoyé en el cofre para no caer. Mi madre nunca me habló de una hermana, nunca. Y sin embargo, ahí estaba.
Su letra, sus palabras, su historia oculta entre el polvo del tiempo. Pasé las páginas, era un diario. Relataba su juventud, su amor por Ernesto, la violencia, el accidente que la dejó ciega, la reconstrucción de su vida. Pero había algo más. En varias entradas hablaba de mi madre. de mí, de visitas secretas. Hoy fui a verla. Mi pequeña Claudia ya camina. No puedo quedarme. Ana no puede arriesgarse a que su esposo descubra que vengo, pero cada vez que la abrazo siento que el destino nos une de nuevo.
Si algún día lee esto, sabrá que nunca la abandoné. Las lágrimas me nublaron la vista. Me llevé el diario al pecho. Dios mío, susurré. Toda mi vida creí estar sola y ella, ella me buscó. Gustavo me puso una mano en el hombro. La señora sabía que debía decírselo en persona, pero temía que el tiempo no le alcanzara. Y usted, yo la serví más de 40 años. Fui testigo de su tristeza y de su esperanza. Ella creía que cada mujer nacía con una misión.
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