Me trató mejor de lo que yo merecía. Me dijo que no me culpaba, que ella sabía que yo también había sufrido callada viendo lo que le hacías. Tomás sintió como algo se rompía dentro de él. Diego y Fernanda estaban ahí, continuó su mamá. Tus hijos, Tomás, tus propios hijos. ¿Y sabes qué me dijeron cuando les pregunté si querían ver a su papá? Tomás no quería escuchar, pero no podía moverse. Me dijeron, “No, abuela. Nosotros queremos a un papá que no nos dé miedo y ese no es él.” Doña Rosa se limpió las lágrimas.
Tus propios hijos tienen miedo de ti. Te das cuenta de lo que eso significa. Yo puedo cambiar, mamá. Puedo ser mejor. Solo necesito que me den otra oportunidad. Ya tuviste 20 años de oportunidades, respondió doña Rosa, y las desperdiciaste todas. Ahora vive con las consecuencias. Su mamá se fue caminando. Lo dejó ahí parado en la calle frente al juzgado, con la realidad finalmente golpeándolo de frente. Nadie lo quería. Nadie lo necesitaba, nadie lo extrañaba. Esa noche Tomás se quedó despierto en el sillón de la casa de su hermano, viendo el techo, preguntándose cómo había llegado hasta ahí.
Y por primera vez, una vocecita pequeña en su cabeza le susurró algo que nunca había querido aceptar. Tal vez, tal vez todo esto es tu culpa. Pero incluso esa vocecita era demasiado débil, demasiado tarde. Porque mientras Tomás se ahogaba en su propia miseria, a 8 km de distancia, María Guadalupe dormía profundamente en su cama, sin pesadillas, sin sobresaltos, sin miedo, soñando con un futuro que finalmente le pertenecía, un futuro donde el hombre que la había controlado durante dos décadas ya no tenía ningún poder sobre ella.
un futuro que ella misma había construido, plato por plato, prueba por prueba, día por día, hasta convertirse en la mujer que siempre mereció ser. Libre, se meses después de aquella mañana en que María sirvió el desayuno que cambió su vida, el juzgado familiar número cuatro de Catepec estaba a punto de cerrar un capítulo definitivo. Era un miércoles gris de noviembre. María entró al juzgado acompañada de la licenciada Domínguez de Diego y Fernanda y de su mamá, doña Refugio.
Llevaba un vestido azul rey que había comprado especialmente para ese día. Se había peinado, maquillado, arreglado, no porque quisiera impresionar a nadie, sino porque ese era su día, el día en que oficialmente recuperaría su apellido de soltera, el día en que el papel que la ataba a Tomás Herrera se convertiría en cenizas. Tomás llegó solo, sin abogado, porque ya no podía pagar uno, sin familia, porque todos se habían cansado de sus excusas, con un pantalón arrugado y una camisa que olía a cigarros baratos, se veía más viejo, más acabado, como si los últimos meses le hubieran quitado 10 años de vida.
Cuando María entró a la sala, él levantó la vista. Sus ojos se encontraron por un segundo, solo un segundo. Pero en ese segundo Tomás vio algo que lo destruyó por completo. Vio indiferencia. María ya no le tenía miedo, ya no lo odiaba, simplemente ya no sentía nada. Él había dejado de existir para ella. El juez Naba entró y todos se pusieron de pie. Bien”, dijo el juez revisando los papeles. Estamos aquí para dictar sentencia definitiva en el caso de divorcio entre María Guadalupe Sánchez Morales y Tomás Herrera Silva.
He revisado toda la documentación, he escuchado a ambas partes en audiencias previas. He considerado las evaluaciones psicológicas de los menores y mi decisión es la siguiente. La sala quedó en silencio. Se decreta el divorcio necesario por causas de violencia familiar, infidelidad y abandono de obligaciones. La señora Sánchez recupera su apellido de soltera. Se le otorga la custodia total de los menores Diego y Fernanda. El señor Herrera tendrá derecho a visitas supervisadas solo si los menores así lo desean, lo cual actualmente no es el caso.
Tomás cerró los ojos. Cada palabra era un martillazo. El señor Herrera queda obligado a pagar pensión alimenticia por la cantidad de 7000 pesos mensuales hasta que los menores cumplan 18 años. La casa ubicada en Jardines de Morelos queda como propiedad de la señora Sánchez, al igual que todos los bienes que se encuentran en ella. El juez cerró el expediente. La sentencia es definitiva e inapelable. Este matrimonio queda legalmente disuelto. Se levanta la sesión. El golpe del martillo resonó en la sala como un trueno.
María sintió como se le quitaba un peso de encima. 20 años de peso. Diego y Fernanda la abrazaron. Doña Refugio lloraba de alegría. La licenciada Domínguez le estrechó la mano. “Lo logramos”, le dijo. “Lo logramos”, repitió María. Cuando salieron del juzgado, el sol había salido entre las nubes. María respiró profundo. El aire le supo diferente. A libertad, “A nuevo comienzo.” Tomás salió detrás de ellos, se quedó parado en las escaleras, viendo como María se alejaba con sus hijos.
con su familia, la familia que él había perdido por su propia mano. María la llamó con voz quebrada. Ella se detuvo. Sus hijos la miraron preocupados. Doña Refugio apretó su brazo. No tienes que hablar con él, mi hija. Pero María se soltó suavemente y se volteó. Caminó hacia Tomás. Se paró frente a él a un metro de distancia. ¿Qué quieres? Yo, Tomás no sabía qué decir. Había practicado mil discursos en su cabeza, pero ahora que la tenía enfrente, las palabras no salían.
Solo quería decirte que que lo siento. María lo estudió en silencio por unos segundos. ¿Lo sientes? ¿Cuál parte exactamente? Los golpes, los insultos, las amenazas, los 20 años en que me hiciste creer que no valía nada. Todo susurro Tomás. Siento todo. ¿Sabes qué es lo triste, Tomás? María negó con la cabeza. Que ni siquiera te creo. Creo que solo lo sientes porque perdiste, porque ahora tú eres quien está solo, quien no tiene casa, quien no tiene familia.
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