En el velatorio de mi padre, mi hermana de ocho años no se apartó de su ataúd, permaneciendo silenciosa e inmóvil. Pensábamos que el dolor le había endurecido el corazón, hasta aquella noche, cuando se acostó junto a él.
Durante dos días, la casa se sintió como un campo de batalla silencioso. Rebecca apenas habló. Lily no se separó de mí. Cada rincón parecía resonar con lo que habíamos aprendido.
No sabía qué hacer. ¿Llamar a la policía? ¿Decírselo a mamá? Ni siquiera teníamos pruebas sólidas, solo su confesión y ese recibo. Pero cada vez que miraba a Lily, veía la verdad en sus ojos.
Esa noche, Lily entró en mi habitación llevando su conejo de peluche.
—¿Podemos ir a ver a papá otra vez? —preguntó suavemente.
Me quedé paralizado.
“¿Por qué?”
Ella dudó un instante y luego dijo: “Esa noche me dijo algo. Me dijo: ‘Protege a tu hermana’”.
La miré fijamente.
“¿Qué quieres decir con que él te lo dijo?”
—Quiero decir —dijo—, cuando estaba a su lado, lo recordé todo. La noche antes de que muriera, estaban discutiendo en el garaje. Él le dijo que no volviera a tocar su coche. Yo estaba escondida junto a las escaleras. La vi retorcer algo debajo del capó.
Se me enfriaron las manos.
“Lily… ¿por qué no dijiste nada?”
—Porque dijo que si lo hacía, se iría para siempre —susurró Lily.
“Y no quería que estuvieras solo.”
Algo dentro de mí se rompió. Mi hermana pequeña había estado cargando con esto, tratando de protegernos a las dos.
A la mañana siguiente, tomé mi decisión.
Cuando Rebecca bajó a desayunar, pálida y con los ojos hundidos, le entregué una nota doblada.
—Tienes que leer esto —dije.
Era el último recibo de reparación de mi padre, y el dibujo de Lily de aquella noche: un coche, una mujer con una llave inglesa y una niña pequeña llorando en un rincón.
Rebecca lo miró fijamente durante un largo rato. Luego dijo en voz baja: —Vas a ir a la policía, ¿verdad?
—Sí —dije.
“Pero puedes venir con nosotros. Cuéntales lo que pasó. Diles que fue un accidente.”
Bajó la mirada, con lágrimas que le corrían por las mejillas.
“No importará. Nunca lo creerán.”
—Tal vez no —dije.
“Pero al menos por fin podrá descansar.”
Una hora después, Rebecca se entregó.
Lily y yo vivimos ahora con nuestra tía, en un pueblito a dos horas de aquí. A veces, cuando se duerme, todavía le murmura a papá pequeños fragmentos de recuerdos o sueños. Pero últimamente sonríe más.
Por la noche, cuando la casa está en silencio, me paro junto a su puerta y pienso en lo que papá le pidió que hiciera.
Tenía razón.
Ella me protegió.
Y al final, nos liberó a ambos.