¡Director! Bienvenido, por favor, pase a la casa.
Pero cuando el hombre entró, Javier se quedó helado.
El visitante se dirigió directamente a Don Pedro, que estaba sentado en silencio, y le habló respetuosamente:
Buenas tardes, Don Pedro. Soy Alejandro Ramírez, director de la Compañía ABC, y vine como acordamos con usted.
A Javier se le quedó la boca abierta.
El “director” con el que había soñado asociarse trataba a su suegro campesino con absoluta deferencia.
Don Pedro sonrió y explicó con calma:
No era mi intención presumir, pero durante años he invertido mis ahorros con algunos conocidos para construir esta empresa. Alejandro es el gerente general. Esta vez vine no solo a visitar a mi hija, sino también a hablar sobre la apertura de una nueva sucursal en la ciudad. Pensaba presentártelo para ver si podemos colaborar...
El cuerpo de Javier se desplomó en el interior.
Recordó su indiferencia, las respuestas cortantes que le había dado, el desprecio en sus ojos.
Solo sentía un profundo arrepentimiento. Balbuceó:
«Perdóneme, don Pedro... No sabía...».
El suegro suspiró y dijo lentamente:
No necesito que me respetes por dinero. Solo quiero que ames a mi hija y que valores a la familia. Pero hoy vi claramente lo que más te pesa en el corazón.
Se levantó, recogió su vieja mochila y se preparó para partir.
María rompió a llorar e intentó detener a su padre. Javier, en cambio, palideció, lamentándose.
La oportunidad de oro se le había escapado de las manos por culpa de su orgullo y desprecio.
Esa noche, la casa quedó en silencio.
Javier, abatido, se dio cuenta de que la verdadera riqueza no se encontraba en un traje elegante, una cartera llena o un coche lujoso, sino en la bondad y la dignidad de las personas.
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