“Él no es mi hijo”, declaró fríamente el millonario, su voz resonando en el vestíbulo de mármol. “Prepara tus cosas y vete. Los dos.” Señaló la puerta. Su esposa abrazó con fuerza a su bebé, con lágrimas llenándole los ojos. Pero si tan solo él hubiera sabido…

“Gregory,
Te equivocaste. Y mucho.
Querías pruebas—aquí las tienes. Encontré los resultados originales. La prueba fue alterada. Y esta es la foto que hallé en el estudio de tu madre… Tú sabes lo que significa.
—Eleanor”

Gregory miró la foto. Era antigua. En blanco y negro. Un joven, idéntico al pequeño Oliver, de pie junto a Agatha Whitmore.

No era él. Era su padre.

Y el parecido era innegable.

De pronto, todo encajó.

El rechazo de Agatha. Su hostilidad hacia Eleanor. Los sobornos silenciosos al personal. Y ahora—la prueba manipulada.

Ella lo sabía.

Ella lo había hecho.

Gregory se puso de pie tan bruscamente que la silla cayó. Apretó los puños, y por primera vez en años, sintió miedo—no miedo al escándalo, ni a la reputación, sino a lo que él mismo se había convertido.

Había echado a su esposa. A su hijo.

Por una mentira.

Gregory irrumpió en la sala privada de su madre sin tocar. Lady Agatha estaba leyendo junto a la chimenea, y alzó la vista con cierto desprecio.

—Tú manipulaste la prueba de ADN —dijo, con voz de acero.

Ella alzó una ceja. —¿Ah, sí?

—Vi los resultados originales. Vi la foto. El niño—mi hijo—tiene los ojos del abuelo. Y los tuyos también.

Agatha cerró el libro con calma y se puso de pie.

—Gregory, a veces un hombre debe tomar decisiones difíciles para proteger el legado de su familia. Esa mujer—Eleanor—lo habría arruinado todo.

—No tenías derecho —gruñó él—. No tenías derecho a destruir mi familia.

—Nunca fue una de los nuestros.

Él se acercó, temblando de furia.

—No solo heriste a Eleanor. Heriste a tu nieto. Me convertiste en un monstruo.

Pero Agatha lo miró con frialdad. —Haz lo que debas. Pero recuerda: el mundo ve lo que yo les permito ver.

Gregory salió dando un portazo. Ya no le importaba el mundo. Ni los rumores, ni los titulares. Ahora solo importaba una cosa: reparar el daño.

En la cabaña de su padre, Eleanor estaba en el jardín viendo a Oliver perseguir una mariposa. Sonrió levemente, pero aún había dolor en su mirada. Todos los días revivía las palabras de Gregory, el momento en que los echó como si fueran nada.

Su padre le llevó una taza de té. —Volverá —le dijo con suavidad.

—No estoy segura de querer que lo haga —respondió ella.

Pero una puerta del auto se cerró afuera.

Eleanor se giró y vio a Gregory—desaliñado, con los ojos llenos de arrepentimiento—de pie en la entrada.

—Ellie… —su voz se quebró.

Ella se levantó, tensa, con el corazón latiendo con fuerza.

—Me equivoqué —dijo él—. Me equivoqué terriblemente. Mi madre manipuló la prueba. Descubrí la verdad demasiado tarde. Yo…

—Me echaste, Gregory —lo interrumpió, la voz temblorosa—. Me miraste a los ojos y dijiste que Oliver no era tuyo.

—Lo sé. Y lo lamentaré por el resto de mi vida.

Se acercó, despacio, con cautela.

—No solo fallé como esposo… fallé como padre.

Oliver lo vio y aplaudió emocionado, gateando hacia la puerta. Gregory cayó de rodillas mientras el niño caminaba tambaleante hacia él.

Cuando Oliver cayó en sus brazos, Gregory rompió en llanto.

—No merezco esto —susurró contra el cabello de su hijo—. Pero te juro que lo voy a ganar.

En las semanas siguientes, Gregory se dedicó a demostrar que podía cambiar. Se mudó de la mansión, renunció a reuniones y pasó todo su tiempo libre con Oliver y Eleanor. Aprendió a darle de comer, cambiar pañales, e incluso cantó nanas—mal, pero con el corazón.

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