El niño hambriento que desafió a un multimillonario sin fe y desató el milagro que nadie esperaba

Vienes aquí con harapos, predicando esperanza y prometiendo lo imposible —escupí—. No sabes lo que es perderlo todo.

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Mateo negó con la cabeza, despacio, como si aquello le doliera de verdad.

—No lo perdiste todo. Sigues vivo.

Y eso, por algún motivo absurdo, me dolió más que cualquier otra cosa. Mi mueca de desprecio titubeó, aunque sólo un instante.

—Ya basta —dije, brusco—. Vete a jugar al mesías a otro sitio.

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Mateo no se movió. Metió la mano en su pequeña bolsa, pero no sacó nada. Sólo abrió la palma y la extendió hacia mí, vacía, como si me ofreciera una convicción invisible.

Solté una última carcajada despreciativa.

—¿De verdad crees que esto va a funcionar?

Entonces, Mateo dio un paso más y tocó mi rodilla.

Mi risa murió al instante.

Un leve chispazo. Un cosquilleo pequeño, casi imperceptible. El multimillonario sarcástico se quedó sin palabras. Mi risa se cortó a medias. Mi mano, que apretaba con autosuficiencia la rueda de la silla, empezó a temblar. Miré hacia abajo. Los dedos pequeños, llenos de polvo, descansaban sobre mi rótula.

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Mi rodilla inútil, muerta durante más de tres años.

Pero ahora… ahora picaba.

Al principio pensé que era ansiedad o una especie de alucinación. Pero la sensación creció. Una oleada de calor subió desde la pantorrilla hasta el muslo, como un hilo de corriente atravesando un lugar donde sólo había habido silencio. Me eché hacia atrás, con la respiración entrecortada.

—¿Qué… qué has hecho?

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