
Miró alrededor de la habitación vacía, luego por el pasillo: no había señales de su hija.
¿Dónde está Roberto? ¿Por qué no está aquí? ¿Cómo te dejó así?
María inclinó la cabeza y dijo suavemente:
“Dijo que estaba muy ocupado con el trabajo, mamá”.
Pero la inocente Bea levantó la vista:
—No es cierto, abuela. Papá está en Europa con la tía Lara y la pequeña Bi. Dijo: «Mamá y yo esperaremos en casa».
Esa ingenua declaración fue como un cuchillo que atravesó el corazón de la anciana.
Ella se sentó pesadamente en la silla, sus manos temblaban mientras se aferraba a la cama.
Esa noche, después de alimentar a su nieta, la abuela Teresita llamó silenciosamente a casa:
Mang Mario, mañana enviarás los tres sacos de arroz, unas gallinas y el título de propiedad a Manila, ¿de acuerdo? Yo me encargaré de una cosa aquí.
A la mañana siguiente, la abuela fue al banco y retiró los 1,3 millones de pesos que tenía ahorrados: el dinero que había ahorrado para su vejez.
Luego la llevó al hospital, pagó todas las facturas del hospital de María y pagó las cuotas escolares de un año de Bea.
María rompió a llorar y se arrodilló ante su suegra:
Mamá, ¿por qué hiciste esto? ¡Guárdate eso! ¡Debería ser para ti!
Ella tomó la mano de su nuera y dijo con firmeza:
Soy mayor, hija. Ya no necesito dinero. Pero tú y tu hijo son la sangre de esta familia. Mi hijo es quien cometió el crimen, pero sé quién lo amaba de verdad.
Luego añadió, con los ojos brillantes de determinación:
“Cuando Roberto regrese, le mostraré lo que significa la vergüenza”.
Tres semanas después, Roberto regresó a casa.
Entró en la casa, riendo y sacando su maleta, sin esperar encontrar a su madre esperándolo, con dos vecinos y un funcionario del barrio a su lado.
Colocó una pila de papeles sobre la mesa y dijo con voz tranquila:
Este es el título de propiedad de la casa. He quitado tu nombre. María es ahora la dueña. Le he dado mi dinero del banco. Y tú, ¡vete de esta casa! Ya no tengo una hija como tú.
María permaneció en silencio, agarrando fuertemente la mano de su hija.
La señora Teresita miró a la madre y a la hija, con los ojos empañados por las lágrimas pero brillando de orgullo:
Hija, vive bien. El cielo cuida de quienes saben amar. Al final, el corazón sincero y bueno permanecerá.
Fuera de la terraza, el sol de la tarde caía sobre el techo de hojalata y el viento agitaba suavemente el enrejado de buganvillas.
Por primera vez en años, María se sintió aliviada,
porque al menos todavía tenía una suegra que la consideraba una verdadera pariente en esta vida tormentosa.
Roberto palideció, murmurando:
“Mamá… por favor… ¿por qué me tratas así?”
La miró directamente a los ojos, con voz temblorosa pero firme:
Porque dejaste que tu esposa e hijo murieran de hambre mientras hacías felices a otros. Si aún te queda vergüenza, vete.