Epílogo
Las tres mantas viejas, que parecían trapos sin valor, escondían no solo una fortuna, sino una lección eterna.
Con su último acto, mamá nos enseñó a resistir la avaricia y a valorar los lazos familiares.
Hoy, cuando llega el invierno, saco una de esas mantas y cubro a mi hijo con ella.
Quiero que aprenda que el verdadero valor de la vida no está en el dinero heredado, sino en el amor, la bondad y la unidad.
Porque sólo cuando nos amamos verdaderamente somos dignos de llamarnos hijos de nuestra madre.