Un escalofrío de terror se enroscó en el estómago de Anna.
Durante días, había sentido una creciente inquietud: el repentino agotamiento de Lily, su nerviosismo, la forma en que abrazaba a su zorro de peluche más fuerte que nunca. Anna había intentado preguntarle a Lily, pero la niña solo susurraba: “Mami, Papi me despierta”, antes de cerrarse por completo. Cuando Anna confrontó a Mark, él simplemente se había reído.
“Los niños exageran”, había insistido él, con esa sonrisa tranquilizadora que antes le había parecido tan fiable. “Está bien. Solo me aseguro de que esté cómoda.”
Pero esa noche, había oído los pasos de nuevo. Esta vez, Anna no dudó. El miedo ya no era una posibilidad; era un hecho frío y afilado.
Sus manos temblaban mientras agarraba su teléfono. Escondida en lo profundo del adorado zorro de peluche de Lily había una diminuta y sofisticada cámara niñera —una medida que Anna había instalado a regañadientes dos días antes. La aplicación tardó una eternidad agonizante en cargarse, cada segundo se estiraba en una eternidad de terror helado.
Finalmente, la transmisión cobró vida.
Lo que vio al instante le congeló la sangre.
Mark estaba de pie sobre la cama de Lily, su silueta masiva ocultando el suave resplandor de la luz nocturna. Sostenía un pequeño vial y un paño húmedo. Lily tosió débilmente, apenas coherente, su voz quebrándose como hielo fino.
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