Sarah no buscaba admiración; simplemente se negaba a ser descuidada con cualquier cosa que pudiera costar vidas.
Ese día, el peligro no venía de un enemigo extranjero ni de un ejercicio mal calculado, sino de algo mucho más cercano.
El peligro era el orgullo.
El almirante Gregory Hensley había ordenado una inspección improvisada, demasiado repentina y teatral, despertando rumores incluso antes del desayuno.
Sarah ya lo había conocido antes, y él la había tratado como una molestia con medallas, usando el rango como arma y esperando obediencia automática.
Ella no se inclinaba ante nadie que no hubiera demostrado merecerlo, y esa fricción había crecido peligrosamente en las últimas semanas.
Todo comenzó con castigos públicos desproporcionados, solicitudes negadas sin explicación y oficiales trasladados repentinamente, dejando silencios incómodos a su paso.

Luego llegó la supuesta auditoría logística, una revisión ambigua donde faltaban suministros y la culpa recaía convenientemente sobre cadetes.
El patrón más inquietante era claro: quienes hacían preguntas eran castigados por “actitud”, y la competencia era socavada por arrogancia.
Sarah intentó resolverlo siguiendo los canales formales, usando lenguaje cuidadoso y procedimientos correctos, tal como el sistema exigía.
El sistema respondió con silencio, retrasos y finalmente una citación directa.
“Teniente Mitchell, preséntese en la oficina del almirante Hensley a las 0900”, sin explicación ni cortesía adicional.
Al acercarse, Sarah notó a cadetes y oficiales merodeando cerca, fingiendo normalidad mientras el aire anunciaba una tormenta inminente.
El comandante Jonathan Parker cruzó su mirada brevemente con la de ella, advirtiéndola sin palabras que avanzara con cautela.
Dentro de la oficina, las voces eran tensas, y cuando la puerta se abrió, Hensley llenó el marco con autoridad irritada y mirada afilada.

Sin advertencia, la confrontación escaló hasta que el almirante, dominado por la ira, levantó la mano y golpeó el rostro de Sarah.
El sonido seco del golpe resonó como un disparo, congelando el aire tanto dentro como fuera de la oficina.
Sarah no respondió con rabia, sino con precisión entrenada, neutralizando la amenaza y derribándolo sin causar daño innecesario.
Los guardias se quedaron paralizados, incapaces de procesar la realidad de ver a un almirante en el suelo.
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