Junto a su cama, encontré un cuaderno desgastado atado con una cinta descolorida. Al abrirlo, me quedé sin aliento. Página tras página estaba llena de anotaciones sobre mí.
Me llamaba su “pequeña heroína”, escribía sobre las comidas que le llevaba y cómo esperaba en la puerta todos los días solo para oírme tocar. Sus palabras eran hermosas, incluso líricas; más tarde supe que había sido profesora de inglés antes de jubilarse.

Las lágrimas me corrían por la cara al leer su última entrada: «Puede que sea vieja y esté olvidada por la mayoría, pero la bondad aún llega a mi puerta. Por eso, estoy agradecida».
Ojalá hubiera podido abrazarla una última vez y decirle cuánto significaba para mí. Pero al salir de su apartamento ese día, me di cuenta de algo reconfortante: tal vez no había estado tan sola como pensaba. Tal vez la amabilidad había bastado para alegrar un poco sus últimos años.