Una leve sonrisa cruzó sus labios, cansada pero serena.
“¿Te amo?” repitió suavemente.
Raúl asintió con lágrimas en los ojos. Interpretó su silencio como un perdón.
Elena se inclinó; su voz era apenas un susurro, suave pero lo suficientemente alta para perforar el aire.
Dejé de amarte hace doce años, Raúl. Me quedé para que nuestros hijos no crecieran avergonzados de su padre. Cuando te vayas, les diré que fuiste un buen hombre… para que te recuerden con orgullo, aunque nunca lo merecieras.
Los labios de Raúl se separaron como para hablar, pero sólo se le escapó un sollozo entrecortado.
Elena acomodó su almohada, se secó la frente y dijo suavemente:
Descansa. Se acabó.
Raúl cerró los ojos. Una lágrima rodó por su mejilla. Y el silencio, una vez más, llenó la habitación.
A la mañana siguiente, mientras el personal del hospital se preparaba para trasladar el cuerpo a la funeraria, Elena estaba junto a la ventana. Las primeras luces del amanecer iluminaban el cielo de la Ciudad de México.
Su rostro estaba sereno. Ni pena ni alivio, solo paz.
Rebuscó en su bolso, sacó una libretita y escribió unas líneas antes de guardarla en el bolsillo de su abrigo:
Perdonar no siempre significa volver a amar. A veces es simplemente dejar ir sin odio, sin rencor, sin mirar atrás.
Entonces se dio la vuelta y caminó lentamente hacia la salida. El aire fresco de la mañana le alborotó el pelo y, por primera vez en doce años, sintió que algo se agitaba en su interior, algo que casi había olvidado.
Fue libertad.
Y cuando salió a la luz del sol, Elena Ramírez, la mujer que una vez vivió detrás del silencio y la traición, finalmente comenzó a vivir de nuevo.