Durante doce años supo que su marido le era infiel, pero guardó silencio. Cuando él estaba en su lecho de muerte, pronunció una frase que lo hizo palidecer…

Hanh sonrió levemente. La sonrisa se desvaneció como el rocío de la mañana:
“¿Te amo?”

Él asintió débilmente, con los ojos llorosos, su mano temblorosa sujetando la de ella. En ese instante, pensó que aún era todo su mundo, el hombre por el que ella estaba dispuesta a sacrificarlo todo.

 

Pero Hanh se inclinó y le susurró al oído a su marido una frase que él jamás olvidaría en el resto de su vida:

Hace doce años, el día que te fui infiel, dejé de quererte. Me quedé… solo para que mis hijos no se avergonzaran de su padre. No te preocupes, me he ido. Les diré a mis hijos que soy un buen esposo y padre… para que no carguen con cicatrices el resto de sus vidas.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente y su rostro, ya pálido, se tornó aún más blanco. Respiraba con dificultad y sus manos temblaban aferrándose a las sábanas. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Quiso decir algo, pero un nudo se le formó en la garganta. Jamás había imaginado que la mujer a la que despreciaba pudiera ser tan fuerte y cruel. En el momento en que la muerte lo acechaba, comprendió que, en los últimos doce años, ella nunca lo había necesitado.

Hanh le subió la manta hasta el pecho, secándole las lágrimas del rostro a su marido. Su voz seguía siendo tan dulce como siempre:

Descansa, ya pasó.

Rompió a llorar, con la mirada perdida en el frío techo. Sí, todo había terminado. La mujer que creía que jamás lo abandonaría… lo había dejado ir hacía mucho tiempo.

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