Pamela, más pragmática, preguntó:
—¿Y qué harás después? Porque si te divorcias muy pronto, te quedas corta.
Valeria respondió sin dudar:
—Primeros cinco años: esposa perfecta. Sonrío en fotos, aguanto cenas, finjo interés en su fundación. Y sí… —la voz se volvió fría— …tengo que tener hijos. Dos mínimo. Tres si puedo soportarlo. Eso asegura más.
Javier casi se desvía. El claxon de un auto lo devolvió al carril. El semáforo se puso en rojo. Su corazón latía demasiado rápido. Pensó en todas las noches hablando de nombres de bebés, de cuartos infantiles, de “nuestra familia”. Para ella no era amor. Era estrategia.
Carmina preguntó, con curiosidad morbosa
—¿Y el abogado ese… Rodrigo?
Javier sintió que el aire se doblaba.
Valeria soltó una risa breve.
—Rodrigo es… divertido. Pura pasión. Todo lo que Javier no es. Pero es pobre. Sirve para ahora. Ya luego se verá. Cuando me case, tendré que dejarlo… al menos un rato.
Pamela sonó preocupada:
—¿Y si Javier se entera?
Valeria se rio como si le hubieran preguntado si temía a la lluvia.
—¿Javier? Es confiado. Vive en su oficina. No sospecha nada. Además, sus empleados me adoran porque les doy propinas… con su dinero. Hasta Don Nacho me cubre.
Eso fue peor que todo.
Don Nacho, el hombre que había sido un tío para él… ¿la cubría?
El semáforo cambió a verde. Javier avanzó, rígido. Por primera vez, se permitió mirar el retrovisor. Vio a Valeria hermosa, radiante, riendo sin remordimiento. No parecía una villana. Parecía alguien disfrutando un chisme. Y eso lo desarmó más: la crueldad casual.
Durante el resto del trayecto, Valeria confesó detalles: cómo lo investigó antes de conocerlo, cómo planeó conversaciones para parecer compatible, cómo fingió amar sus pasiones. Cada “coincidencia” había sido un guion.
Cuando llegaron a Masaryk, Javier estacionó. Bajó. Abrió la puerta. Ellas salieron hablando de tiendas. Ninguna dio las gracias.
Se fueron.
Y Javier se quedó al lado de la camioneta, temblando. No de tristeza: de rabia y de alivio sucio. Porque su vida se había quebrado, sí, pero al fin veía claro.
Se quitó la gorra. Se quitó los lentes. Se miró en el reflejo oscuro del vidrio.
—Qué cerca estuviste de arruinarte —murmuró.
No volvió a casa. Manejó directo a la oficina de su abogado, Lic. Arturo Ramírez, un hombre mayor que había sido amigo de su padre.
Arturo lo escuchó sin interrumpir. Cuando Javier terminó, el abogado respiró hondo.
—Te dolió… pero te salvó —dijo—. Si te casas así, te destruye.
Javier apretó la mandíbula.
—No quiero que se lleve un peso.
Arturo asintió, serio.
—Podemos documentar todo. Infidelidad, fraude emocional, manipulación. Y… el prenupcial. Aún se puede. Pero hay que ser inteligente.
Javier no quería solo justicia legal. Quería verdad. Quería ver su cara.
Tres días después, tenía pruebas: fotos, registros, mensajes. Incluso un investigador privado confirmó la relación con Rodrigo. Y lo más impactante: Don Nacho no la “cubría” por lealtad; la cubría porque ella lo había convencido de que “Javier estaba mejor sin saber”. Una mentira más, envuelta en “bondad”.
Javier organizó una cena “para hablar de la boda”.
Valeria llegó radiante, besándolo en la mejilla. El perfume le revolvió el estómago. Se sentaron solos. Sin personal. Sin testigos.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó—. ¿Algo del catering?
Javier la miró con una calma nueva, helada.
—No hay problema con el catering —dijo—. No habrá boda.
Valeria parpadeó, confundida.
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