Javier, agotado por semanas de reuniones, sintió un impulso extraño: quería verla “sin filtro”. Quería escuchar su risa real, su espontaneidad, su mundo. Y también quería sorprenderla, como si pudiera recuperar la emoción genuina.
Así que lo hizo.
Camisa blanca sin marcas, pantalón negro, saco sobrio. Gorra, lentes oscuros. Se practicó una voz neutra. Llamó desde un número alterno. Se presentó como “el reemplazo”.
Valeria ni siquiera preguntó su nombre.
A las cinco, Javier estacionó una camioneta negra frente al edificio en Polanco. Valeria salió con Pamela primero, riendo, cargadas con bolsas. Valeria traía un vestido que él le había comprado, un bolso que costaba más de lo que muchos ganaban en un año. Javier bajó a abrirles la puerta. Ninguna lo miró de verdad. Era parte del paisaje: útil, reemplazable, invisible.
Recogieron a Carmina en la Roma. Carmina era de risa fuerte y comentarios filosos. A Javier nunca le cayó bien, pero siempre lo disimuló por Valeria.
—¿A dónde, señoritas? —preguntó Javier, con voz plana.
—A Masaryk, y luego a Antara —respondió Valeria sin mirarlo.
Javier arrancó.
Los primeros minutos fueron conversación trivial: tráfico, clima, una influencer. Javier casi se relajó.
Entonces Carmina soltó, como quien comenta el menú:
—Oye, Vale, ya casi te casas con el cajero automático, ¿no?
Las tres se rieron. No una risa leve. Una carcajada limpia, sin culpa.
Javier sintió un golpe en el estómago. Sus dedos se cerraron sobre el volante. Pero mantuvo la mirada en la calle. “Es broma”, se dijo. “Es humor tonto”.
Valeria suspiró con satisfacción.
—Ya era hora, la verdad. Dos años fingiendo interés por sus historias de hoteles… —y soltó una risita—. Debería darme un premio.
El mundo se apagó por un segundo. Como si el sonido del tráfico se hubiera alejado.
Pamela añadió, con un tono que pretendía ser amable:
—Bueno, al menos está guapo.
—Sí, guapo y… manejable —dijo Valeria—. El sexo es aceptable. Lo malo es lo demás: es tan predecible. Parece un contador de cincuenta atrapado en el cuerpo de un hombre de treinta y seis.
Carmina aplaudió, divertida.
—Pero, mi amor, ¿quién necesita espontaneidad cuando tienes tarjetas ilimitadas?
Valeria soltó una risita breve, complacida.
—Exacto. Cada cena aburrida es un Cartier. Cada fin de semana en casa, un viaje a Bora Bora.
Javier tragó saliva. Sintió náuseas. Quiso frenar, girarse, gritarles que era él, que las escuchaba. Pero algo lo mantuvo quieto: una necesidad cruel de oírlo todo, de no dejar espacio a la negación.
Valeria bajó la voz, como compartiendo un tesoro.
—Ayer me mencionó algo de un prenupcial, “por tradición familiar”. ¿Puedes creerlo?
Pamela se inclinó, interesada.
—¿Y qué hiciste?
Valeria se rió, orgullosa.
—Lo de siempre. Lágrimas, voz rota, “¿no confías en mí?”. El tonto se disculpó. Dijo que tenía razón. Que no habría prenupcial. Y luego… —hizo una pausa teatral— …sexo de reconciliación. Fue demasiado fácil.
Carmina soltó un “¡Reina!” como si estuviera aplaudiendo una jugada maestra.
Javier sintió que se le aflojaban los músculos de la cara bajo los lentes. No lloró. Todavía no. Pero algo se rompió adentro, con un crujido invisible.
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