De pequeña, me sentía como un fantasma en mi propia casa, con mis logros eclipsados por los de mi hermano. Esta sensación alcanzó su punto máximo en su lujosa boda, cuando mi padre me presentó a sus amigos como el error de la familia. Las palabras me impactaron, y la reacción incómoda del público confirmó mis temores más profundos. Pero en ese momento de profundo dolor, algo dentro de mí cambió. Decidí que ya no sería invisible.
Me retiré a mi coche, donde guardaba mi uniforme de gala de la Marina. Ponérmelo fue como ponerme una armadura. Era una representación tangible de la vida que me había forjado: una vida de disciplina, honor y propósito, lejos de su mundo de riquezas materiales. Al volver a la boda, el cambio fue instantáneo. Las mismas personas que me habían despedido ahora me miraban con un respeto nuevo e incierto.