Cuando gané 200 millones de dólares, nadie lo sabía. Quería ponerlos a prueba. Llamé, temblando, y dije: «Necesito dinero para comprar mis medicamentos…».

Miré la pantalla, con una mezcla de ira y vergüenza en el rostro. Respiré hondo y llamé a Laura, mi hija. Me escuchó en silencio y respondió sin emoción:

“Mamá, ocúpate tú. Yo tengo mis propios problemas”. Ni siquiera preguntó qué medicamento era. Colgó.

En ese momento, comprendí que los años de favores, de cuidar nietos, de prestar dinero que nunca me devolvían, no significaban nada. Me senté en el sofá, con el teléfono en la mano, preguntándome si había sido una tonta toda mi vida por esperar afecto donde solo había interés propio.

Pasaron las horas. Ya era de noche cuando oí un coche detenerse frente a mi casa. Pensé que era un error. Pero alguien llamó a la puerta. Al abrir, vi a Ethan, mi nieto de 18 años, con ojeras y la ropa arrugada.

"Abuela", dijo, "conduje 640 kilómetros. No tengo mucho...". Sacó un sobre con 500 dólares.

"Es todo lo que tengo, pero no podía dejar de venir".

En ese instante, con Ethan frente a mí, supe que cualquier cosa que hiciera a partir de ese momento cambiaría la vida de todos. Y la mía también.

Abracé a Ethan con una fuerza que desconocía. Olía a cansancio y gasolina. Le preparé algo de comer mientras me contaba cómo le había pedido prestado el coche a un amigo y se había ido sin pensárselo dos veces. No me preguntó para qué necesitaba el dinero. Simplemente estaba allí. Eso fue lo que más me dolió... y lo que más me conmovió.

No dormí esa noche. Pensé en Daniel, en Laura, en los años que prioricé a mis hijos sobre mí misma. También pensé en Ethan, que trabajaba a tiempo parcial mientras estudiaba y seguía dispuesto a darme todo lo que tenía.

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