Cena con los padres de la nuera, tras la cual todo quedó claro.

 

Dima sirvió té para todos y corrió a la habitación de los niños, donde estaban construyendo una casa con bloques.

Mi experimento no terminó con la exposición y el escándalo, sino con una silenciosa reflexión.

Seguí siendo "sencilla" para quienes me rodeaban: vivía en un apartamento de dos habitaciones, conducía un coche viejo, sin marcas llamativas en mis bolsos.

Solo entonces mi hijo supo que esta sencillez era una elección, no una desesperanza.

Y en el banco, hubo un nuevo acuerdo: si algo pasaba, el apartamento en Obolon iría a Dima, y ​​parte de mi patrimonio iría a una fundación benéfica que ayudaba a niños de familias pobres a aprender programación.

Porque, independientemente de cómo resultaran los experimentos de otros con los padres de otros, yo lo sabía con certeza:
los ricos no son los que más hablan de dinero,
sino los que siguen siendo humanos, incluso cuando creen que lo han perdido todo.

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