"Pero cuando mi madre..." Dudó, acomodándose un mechón de pelo, "cuando mi madre empezó a hablar de tu apartamento... me dio asco. Aunque guardé silencio. Perdóname."
Su voz tembló. Y en ese momento, por primera vez, vi en ella no a una "chica de familia rica", sino simplemente a una persona que también se encontraba atrapada entre las expectativas de sus padres y su propia sensación de normalidad.
"No me ofendo", dije. "Aún eres joven. Y tienes la oportunidad de no convertirte en una copia exacta de tus padres."
Dima se acercó y de repente me abrazó fuerte.
"Mamá", susurró. "No quiero que pienses que es importante para mí."
Cuánto ganas. Me avergüenzo de haber dejado que te hablaran así.
"Estuviste a mi lado cuando importaba", respondí. "Y eso es lo principal".
Los tres nos quedamos un buen rato en la entrada, hasta que el frío viento de Kiev nos recordó que enero no es la época más cálida para conversaciones filosóficas.
Epílogo. Una herencia inesperada
Una semana después, Irina Leonidovna me llamó.
Su voz seguía tan fría como siempre, pero se le habían formado pequeñas grietas.
"Elena", empezó. "Quiero... disculparme por algunas de las palabras que dije en el restaurante".
Permanecí en silencio.
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