Capataz atacó a la camionera equivocada con una manguera, sin saber que era una luchadora de MMA…

 

Desde la ventana de su oficina, Ricardo vio como Rosa terminaba su inspección y reparación. Su mandíbula se apretó hasta que le dolieron los dientes. Su plan, tan simple y tan letal, había sido frustrado por la meticulosidad de esa mujer. La humillación de la mañana volvió a quemarle en el estómago, ahora mezclada con un odio más frío y calculador. Finalmente, Rosa subió a la cabina de El Valiente, arrancó el motor y el rugido llenó el silencio del patio.

enganchó el remolque 14 y con una última mirada al espejo retrovisor vio a el chivo parado en la puerta de su oficina, observándola con una mirada que prometía que esto no había terminado. El camino a la sierra sería largo y peligroso, pero Rosa sabía que el verdadero peligro no estaba en las curvas de la montaña, sino en el hombre que había dejado atrás. un hombre cuyo ego herido era ahora más peligroso que cualquier falla mecánica. El asfalto terminó abruptamente, dando paso a un camino de terracería que era más una cicatriz en la montaña que una carretera.

El valiente protestó, el motor rugiendo mientras las llantas se hundían en la tierra suelta y las piedras golpeaban el chasis. Rosa sujetaba el volante con firmeza, sus nudillos blancos. Cada curva era una apuesta ciega con un precipicio a su derecha que caía cientos de metros hacia un lecho de río seco. El remolque 14 se balanceaba y rechinaba detrás de ella una bestia de metal malhumorada que parecía querer arrastrarla al abismo. Rosa conducía no solo con sus manos, sino con todo su cuerpo, sintiendo cada vibración, cada deslizamiento, anticipando la siguiente traición del camino.

Mientras tanto, en la oficina de la hacienda, Ricardo el chivo miraba por la ventana el camino polvoriento por el que Rosa había desaparecido. La frustración ardía en su pecho como ácido. Su plan había sido perfecto, sutil, imposible de rastrear. La falla de los frenos en la bajada más pronunciada, el espinazo del habría parecido un trágico accidente, pero ella lo había encontrado, lo había desarmado, lo había humillado por segunda vez en un solo día, esta vez en silencio, con una llave de tuercas y su competencia.

golpeó el escritorio con el puño, haciendo saltar un fajo de papeles. No, no iba a terminar así. Cogió su teléfono y marcó un número que no estaba en su lista de contactos, uno que sabía de memoria. Esperó tonos antes de que una voz rasposa contestara. ¿Qué quieres, Ricardo?, dijo la voz. Tengo un trabajo para ti, Toño. La voz del chivo era un siseo bajo. Una camionera. Va subiendo a la desdichada con una carga de tubería. Remolque número 14.

Hubo una pausa. ¿Qué con ella? No quiero que llegue a la mina, dijo el chivo. Cada palabra goteando veneno. La carga no importa que se pierda, solo asegúrate de que ella reciba un susto que no olvide. Que se arrepienta de haber venido a Jalisco. Detenla en el cruce de los coyotes. ¿Sabes qué hacer? Eso cuesta, respondió la voz de Toño. Pagaré el doble, pero quiero que se haga hoy. Colgó sin esperar respuesta. Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.

La mecánica podía fallar, pero la codicia y la maldad de los hombres eran mucho más confiables. A unos 40 km de distancia, Rosa encontró un pequeño ensanchamiento en el camino, uno de los pocos lugares donde podía detenerse sin bloquear el paso. Paró el motor y el silencio de la sierra la envolvió. sacó su teléfono. La señal era débil, apenas una barra, pero suficiente. Marcó el número de su casa en Veracruz. Bueno. La voz de su madre sonó lejana y con estática.

Hola, mamá. Soy yo. Mi hija. ¿Cómo estás? Todo bien por allá. Todo bien, mamá. Solo quería oír tu voz. ¿Cómo está Sofi? Pudo oír a su madre sonriendo a través del teléfono. Traviesa como siempre. acaba de dibujar un camión gigante en la pared de la sala. Dice que es el valiente y que tú estás adentro saludando. Una sonrisa genuina, la primera del día iluminó el rostro de Rosa. Dile que cuando vuelva le voy a traer la muñeca que me pidió y que por favor use papel la próxima vez.

cerró los ojos por un segundo, imaginando el olor de su casa, el abrazo de su hija. Esa era su ancla, su verdadera fuerza. Tengo que seguir, mamá. Te llamo mañana. Te quiero. Cuídate mucho, mij hija. Conduce con cuidado. Te queremos. colgó y guardó la foto de Sofía en su cartera. La llamada le había dado el combustible que necesitaba, pero también le recordó exactamente lo que estaba en juego. Arrancó el motor de nuevo y se reincorporó al camino.

El sol comenzaba a descender, pintando el cielo de naranja y púrpura y proyectando largas sombras que convertían las rocas en monstruos acechantes. El cruce de los coyotes estaba a unos 10 km. Era una sección notoriamente aislada, un cuello de botella natural entre dos paredes de roca. Fue entonces cuando lo vio, un par de faros en su espejo retrovisor, una camioneta pickup vieja y destartalada que mantenía una distancia constante. Podría ser una coincidencia. Otro vehículo dirigiéndose a la mina, pero algo en su instinto, afilado por años en el ring y en la carretera, le dijo que no lo era.

Aceleró un poco y la camioneta aceleró también. Redujo la velocidad y la camioneta hizo lo mismo. No era una coincidencia. Al doblar una curva cerrada, lo vio. El camino más adelante estaba bloqueado. Otra camioneta idéntica a la que la seguía estaba atravesada en el paso. Dos hombres estaban de pie junto a ella, sus siluetas recortadas contra el crepúsculo. Rosa pisó el freno y el pesado camión se detuvo con una queja de metal y aire comprimido. En su espejo retrovisor, la otra camioneta se detuvo detrás de ella, bloqueando cualquier retirada.

Estaba atrapada. Los hombres de adelante comenzaron a caminar hacia su cabina. No llevaban armas visibles, pero sus intenciones eran claras en su forma de moverse. Esto no era un robo. Esto era un mensaje, un mensaje enviado por Ricardo. La adrenalina no llegó como una ola de pánico, sino como un interruptor que se accionaba en su cerebro. El miedo se disolvió, reemplazado por una claridad helada. Años de entrenamiento tomaron el control. Sus ojos escanearon la escena, no como una víctima, sino como una estratega.

Cuatro hombres, dos por delante, dos que seguramente bajarían de la camioneta de atrás, un espacio cerrado y estrecho, una emboscada mal planeada por aficionados. Con un movimiento rápido, Rosa aseguró las cerraduras de ambas puertas y alcanzó debajo de su asiento. Sus dedos encontraron el frío y pesado metal de una barra de hierro para llantas. No era un arma elegante, pero era sólida y confiable. La colocó a su lado, en el suelo, al alcance de la mano. El hombre que parecía el líder, Toño, llegó a su ventana.

Tenía una cara curtida y una cicatriz que le cruzaba una ceja. Golpeó el vidrio con los nudillos. Bájate de la cabina, muñeca. Tenemos un mensaje para ti de parte de un amigo. Rosa no respondió. Sus ojos se movieron de Toño al otro hombre a su lado y luego al espejo retrovisor, donde vio a los otros dos acercándose lentamente tratando de rodearla. Estaban confiados, sonriendo. Veían a una mujer sola, atrapada. “¿No oíste?”, insistió Toño, su voz volviéndose más dura.

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