Cada día, la niña de 7 años guardaba su almuerzo en vez de comerlo. La maestra empezó a sospechar… y lo que vio detrás de la escuela la dejó sin aliento.

 

La primera vez que la maestra notó que la niña guardaba la comida en un pequeño tupper rosa, pensó que tal vez tenía el estómago revuelto, o simplemente no tenía hambre. Sin embargo, al día siguiente ocurrió lo mismo. Y al siguiente también. Y el que seguía.

La niña, cada vez más pálida, comenzaba a mostrar ojeras marcadas, como si las noches no le alcanzaran para dormir, o como si el día la agotara más de lo normal. A veces, en clase, la maestra veía cómo Lupita se llevaba discretamente una mano al estómago, soportando el hambre, mientras los otros niños terminaban sus alimentos sin preocupación alguna.

Para la maestra Ramírez, aquello dejó de ser una simple rareza. Era evidente que algo estaba pasando.

Una tarde, incapaz de contener más la inquietud, se acercó a la pequeña cuando la vio envolver con cuidado el almuerzo que no había tocado.

—Lupita, mi amor —dijo en voz baja, para no incomodarla—, ¿por qué no estás comiendo? ¿Te sientes mal?

La niña levantó los ojos apenas un segundo. Los tenía grandes, oscuros, cargados de algo que la maestra no supo identificar de inmediato: preocupación, quizá; miedo, tal vez.

—La estoy guardando… para un amigo —respondió en un murmullo, casi como si temiera que alguien más la escuchara.

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