Un año después, Lucía estaba junto a la cama del hospital donde yacía doña Elena. La salud de la anciana había empeorado con rapidez, aunque su mente seguía tan despierta como siempre.
—Me has dado más paz de la que jamás pensé tener —susurró doña Elena—. Quiero que continúes lo que yo empecé.
—No hable así, por favor —pidió Lucía, con los ojos llenos de lágrimas.
Pero la anciana solo sonrió.
—Prométeme que nunca dejarás que la lástima decida tu camino. Ni la lástima por otros, ni la lástima por ti misma.
Aquella noche, cuando doña Elena falleció, Lucía sintió que había perdido a su verdadera familia.
Días más tarde, el licenciado Marcos la citó en su despacho. Sobre la mesa había un sobre grueso con la letra inconfundible de doña Elena.
—La señora Robles modificó su testamento el mes pasado —dijo—. Deberías leer esto.
Dentro, Lucía encontró una carta:
“A Lucía Herrera:
Entraste en mi vida como una desconocida y te convertiste en la nieta que siempre quise tener.
Te dejo la Fundación Robles y los recursos necesarios para reconstruirla a tu manera.
Úsalos con sabiduría. Cambia vidas como la tuya fue cambiada.
—Elena Robles.”
Lucía se quedó sin palabras.
—Esto no puede ser —balbuceó—. Tiene que haber un error.
Marcos negó con la cabeza.
—Es completamente legal. Ahora tú eres la responsable.
La noticia se esparció rápidamente: la viuda millonaria Elena Robles había dejado la mayor parte de su fortuna y su fundación a una mujer joven sin lazos de sangre con la familia. Periódicos, programas de televisión y portales de noticias se llenaron de titulares. Periodistas acamparon frente a la cancela de la casa. Viejos conocidos de Lucía empezaron a llamar de repente, con ganas de “recuperar el contacto”.
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