Lucía se sentó en silencio, sin saber qué responder.
Doña Elena levantó ligeramente el rostro hacia el sol.
—Dime, hija, ¿qué piensas hacer ahora?
Lucía dudó.
—No lo sé. Javier se llevó todo. No tengo adónde ir.
La mujer mayor asintió despacio.
—Entonces empieza aquí. Trabaja conmigo.
Lucía parpadeó, incrédula.
—¿Trabajar con usted? ¿Haciendo qué?
—Aprendiendo —respondió simplemente—. No contrato criadas. Acojo sobrevivientes.
Las semanas siguientes, Lucía se convirtió en la asistente de doña Elena: le leía documentos, respondía llamadas, organizaba reuniones, revisaba donaciones y proyectos de la fundación. El trabajo era exigente, pero doña Elena era paciente, aguda y, en los negocios, silenciosamente implacable.
Le enseñó a negociar, a hacer cuentas, a entender inversiones y, sobre todo, a respetarse a sí misma.
—La gente te subestimará —le dijo una tarde, mientras revisaban informes—. Déjales. Después haz que se arrepientan de haberte mirado por encima del hombro.
El abogado de la casa, el licenciado Marcos Ruiz, empezó a notar la rapidez con la que Lucía aprendía.
—Tienes buena cabeza para las finanzas —comentó un día—. Doña Elena te está preparando para algo.
Lucía lo tomó a broma, pero él no se equivocaba. Doña Elena la trataba menos como a una empleada y más como a una heredera en formación.
Tres meses más tarde, Javier apareció en la mansión de doña Elena. Iba bien afeitado, con camisa limpia y una sonrisa nerviosa.
—¡Lucía! He estado buscándote por todas partes.
Doña Elena estaba sentada en la terraza cuando él llegó.
—Ah, el marido que deja a su esposa bajo la lluvia —dijo con voz serena—. Muy poético.
La sonrisa de Javier se deshizo un poco.
—Mire, cometí un error. Solo quiero hablar con mi esposa.
—Te refieres a mi asistente —replicó ella—. Está ocupada.
En ese momento, Lucía salió a la terraza, tranquila, con la mirada firme.
—¿Qué quieres, Javier?
—Empezar de nuevo —suplicó él—. He cambiado.
Lucía lo miró fijamente, sin delatar lo que sentía.
—Yo también he cambiado —respondió.
Cuando él intentó acercarse, el chofer de doña Elena dio un paso adelante.
—Es suficiente, señor.
La expresión de Javier se endureció.
—¿Ahora te crees mejor que yo?
—No —dijo Lucía, en voz baja pero clara—. Pero por fin sé lo que valgo.
Doña Elena esbozó una leve sonrisa mientras él se daba la vuelta, furioso, y se marchaba.
—Te dije que se arrepentiría —murmuró.
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