
Después de una fuerte discusión, mi marido me abandonó en una parada de autobús con nada más que la lluvia por compañía. Cerca de mí, una anciana ciega susurró:
—Finge que eres mi nieta, por favor. Mi chofer llegará enseguida. Tu marido se arrepentirá de haberte dejado junto a la mujer más rica de la ciudad.
En aquel momento no tenía ni idea… de que no estaba bromeando.
La lluvia fría ya había calado por completo el abrigo de Lucía Herrera cuando su marido, Javier, dio un portazo al coche y se alejó a toda velocidad. Sus palabras aún resonaban en su cabeza:
—Sin mí no eres nada.
Lucía se quedó de pie junto a la parada de autobús desierta, con el rímel corrido y el corazón desbocado. Su teléfono y su cartera se habían quedado en el coche, olvidados cuando él se marchó después de otra discusión sobre su “falta de ambición”.
Una voz frágil rompió el silencio.
—Hija, pareces un fantasma abandonado bajo la lluvia.
Lucía se giró. Una mujer mayor, con el bastón blanco plegado a su lado, estaba sentada tranquilamente bajo el pequeño tejadillo de la parada. Un pañuelo de seda enmarcaba su rostro pálido; sus ojos sin vista permanecían ocultos tras unas gafas ahumadas.
—Estoy bien —murmuró Lucía, abrazándose a sí misma.
—No lo estás —respondió la mujer con suavidad—. Finge que eres mi nieta. Mi chofer llegará pronto.
Antes de que Lucía pudiera preguntar por qué, un coche negro y elegante se detuvo frente a la parada. Un hombre con traje oscuro bajó con un paraguas en la mano.
—Aquí está, doña Elena —dijo inclinando la cabeza—. Y esta señorita debe de ser…
—Mi nieta —lo interrumpió la mujer con naturalidad—. Lucía.
Lucía se quedó helada, sorprendida. El hombre sonrió con cortesía y abrió la puerta trasera del coche. La anciana alargó la mano hacia Lucía con una firmeza inesperada.
—Vamos, hija —susurró—. Tu marido se arrepentirá de haberte dejado junto a la mujer más rica de la ciudad.
Lucía pensó que se trataba de una broma extraña, quizá una excentricidad de anciana, pero obedeció.
Dentro del coche, cálido y perfumado, doña Elena indicó al chofer que las llevara a su casa, en una zona residencial en lo alto de la ciudad, desde donde se veían las luces de toda la urbe.
Durante el trayecto, Lucía supo que aquella mujer se llamaba Elena Robles, viuda de un importante banquero, muy conocida en la comunidad por las obras sociales y becas de su fundación.
Al llegar, el chofer abrió la cancela de hierro y el coche subió una cuesta bordeada de cipreses. La casa era una especie de pequeño palacete con balcones, columnas sencillas y luz cálida en las ventanas. En el interior, el mármol del suelo brillaba bajo las lámparas y varios retratos al óleo decoraban las paredes.
Doña Elena despidió al servicio con un gesto de la mano.
—Puedes quedarte esta noche —dijo con sencillez—. Hablaremos por la mañana.
Lucía miró a su alrededor, abrumada.
—Doña Elena, yo no puedo…
—Sí puedes —la cortó ella—. Y lo harás. A la familia no se la deja tirada bajo la lluvia.
Aquella noche, mientras Lucía se acostaba en una habitación de invitados con sábanas de seda y una colcha suave que olía a lavanda, comprendió que doña Elena no estaba bromeando.
La luz de la mañana entraba a raudales por los ventanales altos cuando Lucía despertó. Sobre una mesita encontró una bandeja con desayuno caliente y una nota escrita a mano, con letra elegante:
“Espérame en el jardín a las nueve. —E.R.”
Cuando bajó, encontró a doña Elena ya sentada en un banco de piedra, rodeada de setos recortados y rosales. Señaló el sitio a su lado.
—Me recuerdas a mi nieta —empezó la anciana—. Murió joven… demasiado corazón y muy poca protección.
