Allí estaba Don Ramiro Ramírez, de pie bajo la lluvia, empapado hasta los huesos. No tenía el ceño fruncido ni la mirada de ira, sino una serenidad cortante.
En su mano sostenía una carpeta de plástico, que colocó cuidadosamente sobre la mesa del comedor antes de mirar a su hija, acurrucada junto al sofá.
—Aquí están los papeles del divorcio —dijo con firmeza—. Solo falta la firma de Camila. La mía, como padre, ya está ahí.
Álvaro dio un paso atrás.
“¿Qué está usted diciendo, Don Ramiro?”
El hombre se acercó lentamente, sin levantar la voz, pero con una autoridad que llenó toda la sala.
Digo que no eres el hombre que prometiste ser. Me pediste que viniera a educar a mi hija… pero quien necesita aprender eres tú: a ser esposo, a ser hombre.
Se inclinó ligeramente hacia delante, con la mirada fija en él.
No crié a mi hija para que contara pesos antes de ayudar a su madre, ni para que pidiera permiso para portarse bien. Puede que tengas dinero, Álvaro… pero lo que no tienes es respeto.
El silencio se hizo más denso. Solo se oía el tictac del reloj y la lluvia golpeando las ventanas.
Álvaro intentó justificar su enfado:
—Solo quería que me respetara, Don Ramiro. No quise decir…
—¿Respetarte? —interrumpió el suegro, sin cambiar de tono—. El respeto no se exige. Se gana. Y lo perdiste el día que la humillaste por amar a su madre.
Luego volvió su mirada hacia Camila y su voz se suavizó:
Hija, es tu decisión. Si crees que puede cambiar, quédate. Pero si estás cansada de llorar… Te espero afuera. No tienes que vivir donde no te valoran.
Camila bajó la cabeza. Las lágrimas cayeron silenciosamente sobre el suelo de mármol.
Miró a Álvaro, el hombre que una vez le había prometido amor y protección, y sólo vio a un extraño.
Ella respiró profundamente.
“Papá… vámonos.”