A los 61, me volví a casar con mi primer amor. En nuestra noche de bodas, al quitarme mi tradicional vestido de novia, me sorprendió y me dolió ver...

Las lágrimas me quemaban los ojos. Me dolía el pecho de dolor: por Anna, por los años robados, por la cruel trampa del destino.

Susurré con voz ronca:
«¿Y quién eres realmente?»

Levantó la cara, destrozada.
«Me llamo Eleanor. Y lo único que quería era… saber qué se siente al ser elegida. Solo una vez».

Esa noche, permanecí despierto a su lado, sin poder cerrar los ojos. Mi corazón se desgarraba: entre el fantasma de la chica que amaba y la mujer solitaria que le había robado el rostro.

Y me di cuenta: el amor en la vejez no siempre es un regalo. A veces, es una prueba. Una prueba cruel.

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