Las lágrimas me quemaban los ojos. Me dolía el pecho de dolor: por Anna, por los años robados, por la cruel trampa del destino.
Susurré con voz ronca:
«¿Y quién eres realmente?»
Levantó la cara, destrozada.
«Me llamo Eleanor. Y lo único que quería era… saber qué se siente al ser elegida. Solo una vez».
Esa noche, permanecí despierto a su lado, sin poder cerrar los ojos. Mi corazón se desgarraba: entre el fantasma de la chica que amaba y la mujer solitaria que le había robado el rostro.
Y me di cuenta: el amor en la vejez no siempre es un regalo. A veces, es una prueba. Una prueba cruel.
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