A las 35 semanas de embarazo, una sola conversación me obligó a repensar mi matrimonio

Una vez creí que lo más difícil de mi vida sería convertirme en madre después de años de espera, pérdidas y decepciones.

Estaba equivocada. La verdadera prueba llegó mucho después, una noche, a pocas semanas de mi fecha de parto, cuando la estabilidad de mi matrimonio comenzó a resquebrajarse de una forma que jamás imaginé.

Mi esposo, Michael, y yo crecimos juntos, forjando una vida tranquila y estable, basada en recuerdos compartidos y confianza mutua. Después de luchar contra la infertilidad y aferrarme a la esperanza durante tanto tiempo, mi embarazo se sentía como un milagro ganado con mucho esfuerzo. Estaba convencida de que solo la alegría nos sacaría adelante. Al principio, no noté que algo entre nosotros había cambiado sutilmente. A medida que mi embarazo entraba en su recta final, la distancia emocional se hizo más difícil de explicar.

Michael parecía distante y preocupado, y me dije a mí misma que eran los nervios por ser padre.

Entonces llegó la noche que lo cambió todo. A pesar de saber lo vulnerable y agotada que me sentía, invitó a mis amigos a su casa, y más tarde, en un momento que me destrozó, me exigió una prueba de que el bebé que llevaba dentro era suyo.

En un instante, la confianza se derrumbó. Años de lucha compartida —visitas al médico, tratamientos, lágrimas y esperanza— se redujeron a sospechas. A la mañana siguiente, mi camino estaba despejado. Empaqué una maleta pequeña, dejé mi anillo de bodas y fui a casa de mi hermana, eligiendo la paz y el respeto por mí misma antes que quedarme en un lugar donde la confianza ya no existía.

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