Todavía puedo imaginar su tímida sonrisa como si fuera ayer.
Ella se sentaba a dos filas de mí en nuestro salón de quinto grado, siempre amigable, siempre brillante, pero extrañamente tranquila cuando llegaba la hora del almuerzo.
Todos los días, mientras la clase bullía con el sonido de las loncheras al abrirse, ella rebuscaba en su mochila un rato antes de decir en voz baja: «Mi mamá se olvidó otra vez». La mayoría de los niños no le prestaban atención, pero yo sí. La forma silenciosa en que lo aceptaba me conmovió profundamente.
Esa noche, le conté a mi mamá sobre ella. A la mañana siguiente, mi mamá preparó dos almuerzos: uno para mí y otro “por si alguien lo necesita”. Desde entonces, se convirtió en nuestra rutina silenciosa. Le pasaba el almuerzo extra y comíamos juntas. Poco a poco, empezó a hablar más, a reír más, y esos almuerzos compartidos se convirtieron en una pequeña parte preciada de nuestro día.
Al final, el tiempo nos llevó hacia adelante: la escuela secundaria, la preparatoria, nuevos amigos, nuevos caminos.
Nos distanciamos con naturalidad. Aun así, de vez en cuando, pensaba en ella y me preguntaba adónde la había llevado la vida.
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