La lección de una madre sobre el amor, la pérdida y el dejar ir

Cuando mi hijo falleció hace cuatro meses, mi mundo se desmoronó de una forma que jamás podría haber previsto. Dejó atrás a su esposa, Lynn, y a sus dos pequeños, quienes habían vivido bajo mi techo durante los últimos seis años. La casa que una vez rebosaba risas, pasitos y el caos cotidiano de la familia, de repente se sintió insoportablemente silenciosa. Cada habitación cargaba un recuerdo. Cada rincón me recordaba lo que había perdido.

Me ahogaba en el dolor… pero no era la única. Lynn también estaba de luto, intentando mantenerse fuerte por los niños mientras cargaba con su propia angustia en silencio. Y en algún momento del camino, el peso de todo aquello se volvió demasiado para mí. Una tarde, con las emociones enredadas y pesadas, le dije que tenía que mudarse. Me convencí de que la distancia, ese espacio, podría ayudarnos a ambas a respirar de nuevo; que tal vez era la única manera de que ambas pudiéramos sanar.

No discutió, ni siquiera derramó una lágrima. Simplemente asintió, reunió a sus hijos y empezó a empacar sus cosas en silencio. Interpreté su calma como aceptación, sin saber que detrás de ella se escondía algo mucho más profundo. Días después, encontré una carta en la mesa de la cocina: una que le había escrito a mi hijo antes de que falleciera. Me temblaban las manos al abrirla.

 

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