Estaba sentada en la sala de espera del médico cuando sonó mi teléfono. Era Ángela, mi única hija. Su voz sonaba extraña, casi fría, cuando dijo: —Mamá, vamos a viajar mañana a Europa. Tu casa de la playa y tu carro ya los vendí.

Estaba sentada en la sala de espera del médico cuando sonó mi teléfono. Era Ángela, mi única hija. Su voz sonaba extraña, casi fría, cuando dijo, “Mamá, vamos a viajar mañana a Europa. Tu casa de la playa y tu carro ya los vendí. Necesitábamos el dinero. Chao.” Y colgó así, sin más.

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45 años criándola, sacrificándome por ella y me desecha como si fuera basura. Pero respiré profundo y sonreí porque había algo que mi querida hija no sabía. Mi nombre es Antonia, tengo 71 años y hasta ese momento pensaba que conocía a mi hija. Acababa de quedar viuda hace 6 meses. Roberto, mi esposo, murió de un infarto mientras desayunábamos juntos como cada mañana durante 45 años.

Esa mañana él me había servido café con leche y tostadas. Como siempre, me había dado un beso a la frente y me había dicho, “Buenos días, mi amor.” Fueron sus últimas palabras. Desde entonces, Ángela había estado más presente en mi vida. O eso creía yo. Venía a visitarme tres veces por semana. Me ayudaba con los trámites del funeral, me acompañaba al mercado.

Incluso me sugirió que fuera al médico para un chequeo general. Mamá, necesitas cuidarte más ahora que estás sola.” Me decía con esa sonrisa que yo pensaba que era de amor, pero que ahora entiendo era de conveniencia. La casa de la playa había sido nuestro refugio durante años.
Roberto y yo la compramos cuando Ángela tenía 15 años con mucho esfuerzo y sacrificio. Cada verano íbamos allí, construimos recuerdos, celebramos cumpleaños, Navidades. Ángela llevaba a sus novios, después a Eduardo, su marido. Yo cocinaba para todos, limpiaba, lavaba la ropa. Era nuestra tradición familiar. Nunca pensé que ella la vería solo como dinero. Y el carro, ese viejo Volkswagen que Roberto cuidaba como si fuera su hijo, lo lavaba cada domingo, le cambiaba el aceite religiosamente, lo estacionaba siempre en la misma esquina bajo la sombra del árbol. Ángela sabía lo que ese carro
significaba para mí. Era lo último que me quedaba de él. Su olor aún estaba impregnado en los asientos. Cuando colgó el teléfono, me quedé allí sentada en esa silla incómoda de plástico verde, rodeada de otras personas enfermas y por primera vez en meses no lloré.

Algo extraño pasó en mi interior, una calma que no había sentido desde la muerte de Roberto, porque en ese momento recordé algo que había olvidado completamente. Tres días antes de morir, Roberto me había entregado un sobremanila. Antonia, guarda esto en el cajón de tu cómoda. Si algo me pasa, ábrelo después de un tiempo, pero solo cuando te sientas lista. Yo lo guardé sin pensarlo mucho.
Después del funeral, con tanto dolor y tantos trámites, simplemente se me olvidó. Pero ahí estaba esperándome en casa. La enfermera me llamó para entrar al consultorio. El doctor me examinó. me dijo que estaba bien para mi edad, que solo necesitaba descansar más y comer mejor.

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