“Papá,” sollozó, “el novio de mamá dijo que aquí es donde pertenezco.”
La llevé directo con el médico militar en la base de Monterrey e hice una sola llamada.
Esa noche, la casa fue puesta patas arriba—y Luisa me llamó, gritando.
Quince meses en combate no me habían preparado para esta guerra.

El golpe en la puerta del garaje fue débil, más parecido al rasguño de una mano sin fuerzas que a un sonido real. Yo acababa de bajar de la camioneta, con el polvo de quince meses en Afganistán aún pegado al uniforme. Mis botas apenas habían pisado suelo mexicano por más de tres horas, y ya algo se sentía mal.
La casa estaba demasiado callada. Sin risas. Sin música. Sin el corretear de los piecitos de mi hija corriendo a abrir la puerta.
Empujé la puerta lateral y me quedé helado.