El regreso
El jet privado aterrizó en la pista de Santiago como un susurro, un elegante fantasma que atravesaba la niebla matutina. Sebastián Ferrer descendió, con expresión indescifrable tras las gafas de sol tintadas. A sus cuarenta y cinco años, era un hombre que había construido imperios con cifras y cristal. Alguna vez un chico del sur de Chile, ahora un magnate internacional con oficinas en Hong Kong, Nueva York y Londres.
Su vida era inmaculada: acero, mármol y silencio. El éxito se había convertido en su armadura, y la soledad, el precio que pagaba voluntariamente por él. No había visto a sus padres, Manuel y Carmen, en casi seis años. Las llamadas eran escasas, cortas, y siempre terminaban con su madre diciendo: «Estamos bien, hijo», incluso cuando él sabía que no era cierto. Para aliviar su culpa, había hecho lo que mejor sabía hacer: echarle dinero al problema.
Le había enviado medio millón de dólares a su primo Javier, con instrucciones sencillas: «Constrúyeles la mejor casa del pueblo. Asegúrate de que tengan todo lo que necesitan». Esa mañana, al fracasar un importante acuerdo en Asia, Sebastián se encontró repentinamente con cuarenta y ocho horas libres: una anomalía en su vida perfectamente calculada.
Desde la ventana de su oficina, miró hacia los Andes nevados y sintió algo extraño: nostalgia, aunque la confundió con aburrimiento. Quería ver la casa que había pagado, ver a sus padres viviendo con comodidad. Sin decírselo a nadie, tomó una decisión impulsiva. Sin chófer ni asistente. Tomó su Mercedes G-Wagon negro mate, introdujo la dirección de su pueblo natal en el GPS y echó a conducir hacia el sur, hacia un pasado que creía haber superado.
La tormenta
La carretera pronto se estrechó en caminos sinuosos, luego en senderos de grava irregulares. El cielo seco de Santiago se oscureció a un gris intenso, y pronto comenzó la lluvia: una tormenta sureña, feroz e interminable.
Mientras la lluvia golpeaba el parabrisas, los recuerdos lo inundaron. El sonido del agua goteando de los techos con goteras, el olor a leña mojada, el frío constante de la ropa mojada. Una vez se había prometido a sí mismo que nunca volvería a sentir ese frío.
Sonrió con arrogancia. Ya no, pensó. Sus padres probablemente estaban viendo llover a través de una ventana de doble acristalamiento en un hogar nuevo y cálido. Estaba a punto de ver la prueba de lo lejos que había llegado.
Pero al llegar al pueblo, todo le parecía más pequeño, más sombrío, más pobre de lo que recordaba. Las casas de madera, antes coloridas, ahora eran grises y desgastadas, las calles estaban cubiertas de barro. Giró hacia la vieja calle donde había crecido, esperando ver una casa nueva y luminosa.
No había casa nueva.
Solo la misma frágil casa de madera, hundida por años de lluvia.
Y entonces los vio.

La lluvia y la verdad
Sus padres estaban afuera bajo la lluvia torrencial. No bajo un paraguas, no por elección propia. Estaban rodeados de sus muebles empapados: un sofá de terciopelo oscurecido por el agua, cajas de cartón derrumbándose bajo el peso de su contenido, un televisor envuelto en una bolsa de plástico rota.
Estaban siendo desalojados.
Sebastián detuvo el coche en medio de la carretera, paralizado por la incredulidad. Su madre, pequeña y frágil, intentó cubrir las cajas con manos temblorosas. Su padre, antaño fuerte y orgulloso, se quedó quieto, mirando la puerta cerrada de su casa mientras dos hombres cerraban la cerradura.
Por primera vez en décadas, Sebastián se sintió impotente. Salió del coche sin abrigo ni paraguas, empapado al instante por la lluvia.
—¡Papá! ¡Mamá! —gritó, su voz atravesando la tormenta.
Se giraron, y la expresión en sus rostros no era de alivio. Era de vergüenza. Su madre se cubrió la cara con las manos. Su padre enderezó la espalda, intentando conservar la última pizca de dignidad que le quedaba.
—Sebastián —dijo su padre en voz baja—. No deberías estar aquí, hijo. No es buen momento.
—¿No es un buen momento? —La voz de Sebastián se alzó, temblando de furia—. ¿Qué pasa aquí? —Se giró hacia los hombres de la puerta—. ¿Quiénes son? ¿Qué le están haciendo a la casa de mis padres?
Un hombre levantó un documento, imperturbable. «Somos del banco, señor. La propiedad fue embargada por hipoteca impaga. Hoy es el día del desalojo».
—¿Hipoteca? —La voz de Sebastián se quebró—. ¡Esta casa se pagó hace cuarenta años! —Se volvió hacia su padre, desesperado—. Papá, ¿qué pasa con el dinero que te envié? ¿El medio millón? ¿La casa nueva? ¿Dónde está Javier?
Al mencionar a su primo, Carmen empezó a llorar con más fuerza. Manuel bajó la cabeza. «No hay casa nueva, Sebastián. Ni dinero. Javier… nos pidió que firmáramos unos papeles, dijo que eran para los permisos. Pero la construcción nunca empezó. Luego llegaron cartas del banco. Dijo que era un error… que lo arreglaría. No queríamos molestarte, hijo. Estabas muy ocupado…»
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