Si bailas este tango conmigo, me caso contigo aquí delante de todos. Si bailas este tango conmigo, me caso contigo aquí delante de todos, gritó el millonario Javier Montero, erguido en el centro del Palacio de Madrid, con una copa de champán en la mano y una sonrisa de burla pintada en el rostro. Sus palabras cayeron como un látigo en el silencio expectante del salón y de inmediato estallaron las carcajadas de los invitados. El eco de esas risas rebotaba contra los candelabros de cristal, contra las paredes doradas, contra el suelo de mármol que parecía vibrar bajo los tacones de las damas y los zapatos lustrados de los caballeros.
Allí, entre bandejas de copas y sombras discretas, estaba ella. Lucía Morales con su uniforme negro con delantal blanco, contenía el temblor en sus manos mientras la multitud la señalaba como si fuese un espectáculo barato. Todos esperaban verla rechazar, huir, romperse en lágrimas. Nadie imaginaba que esa noche, en ese mismo salón, el destino iba a dar un giro que callaría hasta la última de esas risas. Los candelabros de cristal brillaban como pequeños soles suspendidos sobre el gran salón del hotel Palacio de Madrid.
La música de la orquesta flotaba en el aire, elegante, medida, como si cada nota se inclinara reverente ante los invitados de traje impecable y vestidos de seda, que reían con copas de champán en la mano. En medio de aquel lujo, él dominaba el espacio. Javier Montero, el heredero más codiciado de la capital, caminaba con la seguridad de quien nunca había conocido un no. su smoking negro, su chaleco blanco impecable y esa media sonrisa de suficiencia lo volvían el centro inevitable de todas las miradas.
A un costado, entre bandejas y discretos movimientos, estaba ella. Lucía Morales con su uniforme negro con delantal blanco, el cabello recogido en un moño bajo que dejaba ver la delicadeza de su rostro. No llevaba joyas, no llevaba artificios, solo el silencio de quien había aprendido a ser invisible entre la abundancia ajena. Los invitados murmuraban curiosos cuando Javier alzó la voz. “Damas y caballeros”, dijo golpeando suavemente su copa con una cucharilla de plata. “Esta noche quiero hacer un experimento.” Algunos rieron, otros aguardaron intrigados.
Javier avanzó hasta Lucía, que sostenía con ambas manos una bandeja de copas. Sus pasos resonaron en el mármol y cuando estuvo frente a ella, extendió la mano con una teatralidad calculada. Lucía pronunció su nombre como si fuera un juego exótico. Si bailas este tango conmigo, me caso contigo aquí y delante de todos. El salón explotó en carcajadas. Algunos invitados se taparon la boca fingiendo escándalo, otros susurraban entre sí con crueldad. La orquesta se detuvo un instante, como si también esperara la reacción.
Lucía sintió que la bandeja temblaba entre sus manos. El calor subió a sus mejillas, pero no bajó la mirada. Sus ojos se encontraron con los de Javier y aunque la burla pretendía reducirla a un simple entretenimiento, en esa mirada había algo más, una fuerza silenciosa que ninguno de los presentes supo leer. Él sonrió confiado, seguro de que ella retrocedería. Los demás se acomodaron para ver el espectáculo como si asistieran a una obra de teatro en la que ya conocían el final.
Pero Lucía no se movió. Sus dedos apretaron la bandeja, sus labios se cerraron con firmeza. El salón entero quedó suspendido en un silencio expectante. Si esta historia ya te ha conmovido en estos primeros minutos, cuéntanos en los comentarios desde qué ciudad nos estás viendo y deja tu me gusta para seguir acompañándonos. Las carcajadas se expandieron como un eco cruel que retumbaba en cada rincón del salón. El oro de los candelabros y el brillo de los vestidos parecían amplificar la burla.
Las damas de lentejuelas plateadas se tapaban la boca fingiendo escándalo, mientras los hombres con copas de coñac en la mano se inclinaban hacia adelante para no perder un detalle. Javier abrió los brazos como si presentara un espectáculo de circo. “¡Mírenla”, exclamó con zorna. Nuestra querida empleada convertida en princesa por una noche, si es que se atreve. El salón estalló en otra ola de risas. Lucía bajó la mirada. Sus manos se apretaron con fuerza sobre el delantal blanco y en su pecho los latidos se volvían martillazos sordos.
No quería que vieran su temblor. No quería regalarles más motivos para reír, pero esa multitud no se conformaba. Esperaban su vergüenza como quien espera un brindis. Vamos, Lucía. Javier se inclinó hacia ella sonriendo con arrogancia. No tengas miedo, solo es un tango. ¿O acaso ni siquiera sabes bailar? La crueldad de la pregunta cayó como un látigo. Algunos invitados soltaron unos teatral como si la burla hubiese tocado un límite delicioso. Una joven en un vestido verde jade murmuró, “¿Seguro ni sabe lo que es un tango?” Lucía respiró hondo.
El aire le quemaba en la garganta, pero no levantó la voz. Guardó ese silencio que tantas veces había usado como escudo, aunque por dentro se desmoronaba. Javier giró hacia el público disfrutando de cada segundo. Señores, creo que todos tenemos nuestra respuesta. Una empleada solo sirve para limpiar copas, no para bailar con un montero. Las risas fueron aún más hirientes. En ese instante, Lucía cerró los ojos un segundo. Recordó el rose de unos brazos firmes, la música de un bandoneón lejano y la voz de su madre susurrándole cuando niña.
Baila con el corazón hija, no con los pies. Su respiración se calmó y cuando abrió los ojos ya no eran los mismos. Había en ellos un brillo oculto, un fuego que nadie esperaba encontrar en aquella mujer de uniforme sencillo. El salón, todavía riendo, no imaginaba lo que estaba a punto de suceder. El silencio se adueñó del salón como una sombra inesperada. Las risas que segundos antes se desbordaban ahora flotaban en el aire quebradas inseguras. Lucía levantó lentamente la cabeza.