A veces, un simple “sí” puede cambiarlo todo. Eso fue lo que me pasó hace 22 años, una tarde lluviosa, en la escalera del colegio. Dos niños pequeños acurrucados bajo un suéter enorme, empapados, en silencio… y completamente solos. Aún no sabía que ese momento cambiaría profundamente el curso de mi vida.
Un encuentro bajo la lluvia… y un flechazo maternal

Mathis y Léo tenían siete años. Su mirada era la de niños que habían visto demasiado, perdido demasiado, sufrido demasiado. Recién huérfanos, esperaban —no sabíamos qué— en silencio y con miedo. Simplemente me pidieron que los cuidara después de la escuela. Dije que sí .
Pero ese “sí” se convirtió en un compromiso. Un camino. Una familia.
Los veía todos los días. Pegados como dos mitades de un todo frágil. No hablaban, pero su vínculo lo decía todo. Una mirada. Un mordisco compartido. Una mano extendida.
Y entonces, un día, Mathis me dio la mano para cruzar la calle. Ese gesto me conmovió profundamente.
De maestra a madre
No tenía pensado adoptar. Vivía sola, dedicando mis días a mis alumnos… pero el amor no pide permiso. Se impone cuando se hace evidente.
Unas semanas después, tras interminables trámites administrativos y noches de insomnio dudando de mí misma, Mathis y Léo se mudaron conmigo. Me llamaban “mamá” con cierta timidez… y nunca he sentido un apego tan grande.
Criar a dos hijos rotos no es un cuento de hadas. Ha habido pesadillas, rabietas, lágrimas por lápices rotos o galletas destrozadas. Pero también ha habido risas, abrazos, peleas de bolas de nieve y dibujos cariñosos.