La gente en el aeropuerto vio a un hombre uniformado en tierra, y luego su perro ladró a cualquiera que se acercara.

Los aeropuertos tienen su propia música: el zumbido de las ruedas de las maletas, los anuncios de embarque a lo lejos, el siseo de las máquinas de café expreso y el parloteo de desconocidos que pasan por todas partes. Pero esa tarde en el Aeropuerto Internacional Mason, la melodía se quebró.

No fue por un anuncio fuerte ni por ver a una celebridad. Fue porque, en un rincón tranquilo cerca de la Puerta 14, algo inusual hizo que decenas de personas se detuvieran a mitad de camino.

Sólo con fines ilustrativos.

Un joven, de unos veinticinco años, yacía acurrucado en el frío y pulido suelo. Vestía un uniforme militar pulcramente planchado, aunque la tela mostraba señales de uso: bordes descoloridos, pequeños roces y algún que otro remiendo que había tenido mejores días. Llevaba las botas desatadas por arriba y las manos metidas bajo la cabeza como una almohada improvisada. A su lado yacía una mochila desgastada, de esas que han viajado lejos.

Pero lo que realmente llamó la atención de la gente fue el perro.

Un pastor alemán, fuerte y digno, permanecía inmóvil junto al soldado. Sus orejas estaban alertas, su mirada penetrante y fija en la multitud. Todos sus músculos parecían listos, no para atacar, sino para protegerse.

Cuando un hombre de negocios con su equipaje de mano se acercó demasiado sin querer, el perro emitió un ladrido profundo; no el frenético sonido del miedo, sino la advertencia firme y controlada de un guardián. El hombre retrocedió rápidamente, con las manos en alto, murmurando una disculpa.

Empezaron los susurros.

“¿Está bien?”
“¿Por qué duerme aquí?”
“Ese perro parece un animal de servicio”.

Salieron los teléfonos, algunos para grabar, otros para pedir ayuda. La gente dudaba. Nadie quería ser quien lo molestara, pero tampoco quería irse sin más.

No tardó mucho en llegar la seguridad del aeropuerto: dos oficiales con uniformes de la marina. La mirada del perro se dirigió hacia ellos al instante. No se abalanzó ni mostró los dientes, simplemente se colocó más directamente entre el soldado y los desconocidos que se acercaban. Un rugido sordo salió de su garganta, de esos que se sienten en el pecho más de lo que se oyen.

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