“Saluda a los tiburones”, susurró mi nuera, empujándome fuera del yate. El Atlántico me engulló por completo. Vi cómo se desvanecía el cielo azul, los restos, el agua sofocante. Luchando por salir, tosiendo y jadeando, los vi por última vez: mi hijo Michael y su organización, Evelyn, apoyados tranquilamente en la barandilla, con sus vasos de champú alzados en un brindis.
Pensaron que todo había terminado.
A los setenta y un años, ya no era el ágil marinero de antes, sino que, volando cada mañana frente a la costa de Cape Cod, el mar me arrastraba. Me ardían los pulmones de remar, pero sobrevivir no era nada nuevo para mí. Había pasado de ser hijo de un obrero de la construcción a un magnate inmobiliario con un patrimonio millonario. Y ahora mi propia sangre me arrastraba al mar como un desecho indeseado.
Durante años, sospeché que la sonrisa de Evelyn estaba distorsionada por más cálculo que calidez. Era pura ropa de diseñador, cenas dignas de Instagram y susurros de “planes para el fin”. Michael, mi único hijo, había sido mimado con el lujo de sus días universitarios. Me dije que maduraría, que se convertiría en el acero que siempre llevaba en el bolsillo. Pero esa noche, bajo el resplandor del yate, me di cuenta de que había elegido lo suyo: Evelyn.

El agua salada me picaba en los ojos al fluir hacia la desembocadura. La anchura era aterradora, pero la ira era más fuerte que la marea. El impacto fue consecuencia de la traición. Cuando finalmente llegué a la orilla rocosa varias horas después, mis músculos gritaban, pero mi mente estaba más despejada que en años.
Si mi muerte fuera por mi propio bien, bien, se alegrarían. Pero cuando entraran en mi villa, empapados de agua de mar y fingiendo tristeza, lo verían en su presentación. No me quedaría simplemente frente a ellos. Les daría un “regalo” que jamás olvidarían.
Tres días después, Michael y Evelyn regresaron a su finca de Massachusetts con un evento impecablemente organizado. “Fue un accidente trágico”, repitió Evelyn al personal, con los ojos brillantes de autoridad. Avisaron a la Guardia Costera: “Me caí por la borda, demasiado viejo, salí a la superficie accidentalmente”. No se encontró ningún cuerpo; solo especulaciones y papeleo.
Se sirvieron una copa de bourbon en la biblioteca empotrada con paneles de roble. Se rieron, la misma risa que nace de la certeza de la victoria. Pero cuando Evelyn tomó el control remoto, la gran pantalla del televisor se iluminó; no con las noticias, sino con mi cara.