La gente pasaba junto a mi esposo cuando murió. Simplemente lo miraban y seguían con su día.
Y esa es la parte que todavía no puedo olvidar.
Estaba sentado afuera de una sandwichería, almorzando con su uniforme. Acababa de enviarme un mensaje para decirme que por fin se había acordado de comprar la mostaza Dijon que le había pedido.
Leo sufrió un ataque cardíaco repentino y masivo.
Los peatones lo vieron derrumbarse hacia adelante. Los residentes lo rodearon. Alguien incluso lo grabó con su teléfono, haciendo zoom mientras sus dedos rozaban el pavimento, pidiendo ayuda.
Mi marido había pasado 15 años salvando a desconocidos, derribando puertas, realizando reanimación cardiopulmonar, hablando con hombres y mujeres armados que lo habían perdido todo.
Fue el mejor policía que esta ciudad haya visto jamás.
¿Y ese día? Nadie lo salvó.
Cuando lo descubrí, ya era demasiado tarde. La mitad del sándwich de Leo seguía en su envoltorio, y la mostaza estaba dentro de la bolsa sin abrir.
Recuerdo haber mirado al paramédico que estaba esperando que yo firmara un formulario.
Alguien le ayudó?
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