Los minutos pasaban sin palabras, y el único sonido era el ritmo mecánico y constante del monitor cardíaco marcando el tiempo en la unidad de cuidados intensivos.
Entonces el niño se movió, Noah inclinó ligeramente la cabeza como si escuchara algo que solo él podía oír, y dio un paso más cerca de la cama.
Allí, murmuró con concentración absoluta, haciendo que la doctora Hayes se girara bruscamente hacia él.
Allí dónde, le preguntó, sin ocultar la tensión que se apoderaba de su voz.
Noah levantó la mano y señaló, no a las máquinas ni a los gráficos, sino directamente a la garganta del niño inconsciente.
Algo está mal ahí, dijo con suavidad, cuando el respirador lo ayuda a respirar, el movimiento no es correcto, se ataca, como si algo estuviera atrapado.
La doctora frunció el ceño y respondió que ya habían examinado las vías respiratorias muchas veces, con sondas, radiografías y tomografías.
Noah no discutió, solo señaló de nuevo, con mayor precisión, justo donde se curva, donde las cámaras casi nunca se apartaron.
Los médicos intercambiaron miradas incómodas, sintiendo cómo una duda peligrosa se abría paso entre años de certeza profesional.
Entonces las alarmas se estallaron de repente, los monitores gritaron, las luces rojas parpadearon y las enfermeras irrumpieron desde todas partes.
En medio del caos estaba un niño de diez años, con zapatillas gastadas y mangas deshilachadas, completamente fuera de lugar entre médicos de élite.
Dieciocho doctores ya habían fallado, dieciocho de las mentes más brillantes habían examinado a Theo Hale sin encontrar respuestas.
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